Largos años han pasado desde mi destierro. La guerra ya terminó y la victoria no fue más que el sueño de cientos de valientes guerreros.
Los primeros en caer, en aquel campo de batalla que jamás olvidaré, fueron nuestros compañeros de primeras filas, unidos por un ideal, unidos, ¡por la libertad! Libertad que tan solo consiguieron en el lecho de sus muertes.
Más afortunados, las filas siguientes, lograron disfrutar de esta libertad unos metros más. Y nosotros, la retaguardia, guiados por los grandes jefes que nunca llegan a manchar sus vestimentas de la sangre de los ajenos, y sin embargo, llenos de meritos, envainan sus espadas con estilo, fuimos lanzados como animales al campo de batalla y, con bravura, vengamos las muertes de nuestras primeras bajas, y las segundas, y las terceras… Y cuando ya no quedaba nadie para vengar a los nuestros, allí estaba yo, medio enterrado entre cadáveres y extremidades, ríos de sangre, muerte y sufrimiento.
La fuerza, hacia horas que me había abandonado, sentía como las frías manos de aquel extranjero vencedor, agarraba mi castigado cuerpo y me arrastraba entre los cuerpos caídos. A mi paso, la sangre de la vida, me repudiaba, saliendo de la herida de mi pecho para marcar el lugar por donde me arrastró aquella fría mañana de octubre.
El crepúsculo, engrandecía su victoria, alargando más allá del horizonte las líneas de sangre de los fallecidos. Y la brisa de la mañana me hundía en los recuerdos de la batalla ya finalizada.
La derrota aun en mi mente, llenaba mis dudas de interrogantes y todas ellas hacían referencia a una misma, ¿cual sería mi destino ahora?
Me amontonaron como se amontonan los trastos inútiles entre muertos, heridos y aquellos que como yo, no tardarían en fallecer. Cavaron una franja y uno tras otro nos metieron a todos en ella, para después, olvidarnos para el resto de la eternidad.
Y no fue si no en el destierro de mi vida, cuando entendí porque se vive, cuando entendí por que muere.
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