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Estadero El Mirador


Y como que la niebla era tan espesa que ya ni las caras se veían. A Roberto se le ocurrió servir otro aguardiente, porque con la niebla siempre viene un frío húmedo y penetrante, y nada mejor para fríos húmedos y penetrantes que el sabor de un buen anizado de Antioquia. No pudo. No encontraba la media medio llena que estaba seguro había dejado ahí, como siempre, en la mesita cuadrada pintada de azul, verde o rojo, típica de cualquier fonda antioqueña. Al lado seguramente, de las igualmente típicas copitas de vidrio que los que no saben tomar aguardiente llenan hasta el borde haciendo que toque tomárselo a tragos, eliminando el placer de tomarlo como los cánones lo exigen, de un solo garrotazo.

Otras manos, con la torpeza de las manos que no tienen ojos, buscan también algo a tientas dentro de la niebla. Las manos de Roberto, y las otras, se encuentran en la frenética búsqueda, chocan torpes, se rozan aun otro momento y finalmente escapan apenadas; pero inevitablemente, se quedan pensando en ese choque, roce momentáneo y escape apenado.

La niebla espesa se vuelve cada vez más espesa en un sitio entre Venecia y Fredonia que sin que existan tres y cuatro bautizaron El Cinco, y que queda justo en la explanada de lo más alto de una montaña desde donde la vista es hermosa. Igual, podría ubicarse esta historia en cualquier otro lugar que se llame “El Mirador” y que aunque no sea el mismo, seguramente cuenta con las características del que le describo. Es que si los gringos tienen Macdonalds y Cacacolas, en Antioquia también hay marcas poderosas y de gran prestigio. En todos los pueblos de Antioquia, Caldas, parte de Sucre y Chocó, tenemos al poderoso Pollos Mario, con sus pollos asados dando vueltas eternamente y sin parar. Propiedad de don Mario Piedrahita Jaramillo: “Cincuenta años haciendo girar pollos”. En todos las montañas de Colombia, hay un sitio que se llama El Mirador, franquicia que se inventó seguramente un antioqueño que debe estar nadando en la plata, porque miradores hay en toda Suramérica. Y por último, la famosísima cadena de moteles y residencias El Oasis, que seguramente pertenecen a un Hugh Heffner criollo con menos ganas de acaparar los medios. Un sibarita del amor que entregó su vida a un sueño: “que nunca le falte sitio a nadie pa pichar”.

Finalmente, las manos que buscaban algo en la niebla, ahora se buscan entre ellas. Pero la niebla es tan intensa que no permite encontrar nada. Ya no encuentran la mesa. Una de las manos busca la cara del cuerpo al que pertenece. Encuentra solo la nariz. El resto de la cara está escondida en la niebla y por más que lo intenta, recorriendo la nariz, no llega ni siquiera al cachete derecho. Lo curioso de no ver por la niebla es que no se ve negro, como imagino que ven los ciegos, un eterno negro. Con la niebla la ceguera es como la de Saramago, blanca. Sería bonita una ceguera fucsia, como la de uno cuando está enamorado, pero habría que teñir la niebla, y eso como que sale carito. Y siguen las manos buscándose, arriba abajo, diagonal, de medio bisnei, en todas las direcciones que permiten las tres dimensiones en que están encerrados los personajes de la historia. Finalmente, Roberto descansa, y por un segundo piensa en preguntar de quién era la mano que tocó a tientas. Pero no, decide que mejor no. Sería incómodo descubrir que esas manos que le causaron un hormigueo raro, fueran de un hombre, o peor aún, de la amiga fea que está con ellos.

Las otras manos buscan con mucho más desespero. Giran en el aire, paralelas al cuerpo formando un círculo amplio. Van al frente y escarban en la niebla espesa tanto como pueden. Incluso, usan las piernas del cuerpo a las que están pegadas para pararse y buscar las manos con las que quisieran compartir esa niebla tan espesa. Nada. Finalmente, buscan de nuevo su asiento. Nada. Cansadas, simplemente se sientan, buscando a tientas una superficie plana donde poner las nalgas del cuerpo, el cuerpo al que están pegadas. Cuando se ve con los ojos, es más fácil saber que hay manos, pies, ombligo, punta de la nariz, rodillas, que está el cuerpo. Cuando no se ve con los ojos sino una capa blanca gaseosa, y esta capa es tan espesa que no deja tocar ni la cara, solo hay manos, solo hay tacto, y el cuerpo parece dejar de ser, sólo las manos y lo que las mueve, o ellas, que se mueven solas a veces. Así, sola, la mano izquierda levantó al cuerpo y lo llevó violentamente hacia un lugar indeterminado entre la niebla espesa. El cuerpo detrás sin saber qué era lo que producía tanta prisa, la seguía casi indiferente. De repente, la mano izquierda encuentra la mano de Roberto y Roberto se sobresalta.

La mano que toca la de Roberto es delicada y suave. Otra vez siente un hormigueo raro. Son las manos más hermosas que ha tocado a tientas. Parecen blancas, aunque todo con esa niebla parecería blanco. Roberto sabe que esas manos son especiales. Quizá, las manos que el quisiera apretar para siempre. Comienza un diálogo de manos. Un recorrido por los dedos, por las uñas ligeramente largas, por la palma, amplia y suave. Recorren el brazo, el codo, el ante brazo, que de bajada sería post brazo, pero bueno. Consiguen llegar al hombro y de repente se desorientan otra vez en la niebla. Las manos de Roberto están perdidas. Parece que se hubiera desintegrado, que el cuerpo de esas manos, no hubiera sido más en ese lugar.

Una vez, dice Don Gilberto mientras limpia los vasos de vidrio pequeños donde sirve el agua de pasante, se apareció como tres veces en una semana. Yo juro hermano que fue una bruja. Que cuando hay niebla esa bruja viene y me mueve las cosas de sitio. Es que cuando llega la niebla, yo me quedo quieto para no hacer daños, pero siento que a veces me manosean, que tocan mis manos las manos de alguien. De todas formas será una bruja mas bien chichipata porque una vez no le hizo trenzas al caballo sino al perro, y fuera de eso le quedaron disparejas. O será que es que ni las brujas ven con esa niebla tan espesa del mirador. De pronto son también duendes que aprovechan que uno no los ve esos maldingos para mover las cosas y confundirmen. De todas formas, yo si le advierto a la gente que cuando hay niebla en El Mirador, pasan cosas raras. Ya varias señoras me han dicho que les tocan la nalga. Señores que le meten moneda a la vitrola y no suena nada. Un muchacho se fue una vez diciendo que le habían pegado una gonorrea en una de esas nieblas. De malas.

La niebla desaparece y las caras de sus amigos aparecen poco a poco mientras la capa gaseosa se retira dejando ver primero las siluetas de las sillas, de los cuerpos, de las cabezas, después formas más definidas, la media en la mesita, los rostros. Un silencio que se rompe con una risotada de alguien al fondo. Comienzan a hablar del paseo que acaban de hacer, de lo mucho que tomaron, de las parejas que se formaron. Roberto los mira tratando de averiguar a qué cara pertenecen las manos que le hicieron sentir ese hormigueo raro. Igual que cuando buscaba sin ver en la niebla espesa, sus ojos no ven nada abiertos. No logra saber quien carajos lo tocó. Y no se atreve a decir que le gustó que lo tocaran, que le gustó tocar esas manos durante la ceguera blanca. Apura un aguardiente. Otro y otro. Mira el Cauca, ondulante. Lo olvida. Pero cuando vive con la primera mujer con la que vive, toca sus manos y no siente hormigueos raros. Ese día, recuerda sus manos perdidas.

Juana siente como tocan su mano, sus dedos, su palma, sus uñas, su antebrazo, su brazo, su hombro. Juana siente como dejan de tocarla. La bruma se va paulatinamente y es inútil seguir buscando. Eran sus manos perdidas. Está segura que eran sus manos perdidas. La bruma se va y deja ver un valle inmenso. La hermosa vista de cualquier estadero El Mirador. Ella está triste y aunque ve su río Cauca allá abajo, ondulante y contento en su viaje con trasbordo al Magdalena y llegada al mar, no puede estar más que hundida en sollozos. Juana ve el Cauca porque sabe que los ojos de las manos que perdió seguramente ven también el Cauca ondulante y contento. Porque sabe que sus manos no están en este mirador. Es posible que nunca las vuelva a tocar. Y el gordo de bigote que le manosea la nalga mientras ella limpia las mesas cuadradas azules, verdes o rojas de El Mirador del valle, el gordo con el que se case porque quedó embarazada, va a tener las manos ásperas. Sabe que no va a recorrer sus uñas ligeramente largas, ni su palma suavemente. Sino que firme, la va a agarrar para irse como la primera vez, a las residencias El Oasis. De todas maneras, va a seguir esperando toda su vida las manos que la tocaron y le hicieron sentir un hormigueo raro trabajando en El Mirador de Valle, esperando que tal vez, un día en que la niebla sea espesa, sus manos vuelvan al estadero El Mirador de un sitio que se llama el Cinco aunque no haya ni tres ni cuatro. A los sitios donde van sus manos cada que la niebla es espesa y permite que las manos viajen de un mirador a otro siguiendo otras manos con ojos ciegos blancos y se encuentre con sus manos perdidas. Esta vez, las va a apretar fuerte.

Texto agregado el 14-11-2006, y leído por 286 visitantes. (0 votos)


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