Nadie sabe a ciencia cierta o incierta, como llegaron las primeras señales de la vuelta de Juan. Es más, tampoco se sabe a ciencia cierta si llegaron si se supo con antelación, si alguien quienquiera lo intuyó o lo adivinó en el color extraño de las rosas que apenas comenzaban a florecer en Barrio Rosedal, o en las bandadas de gorriones que dibujaban herméticos signos en el cielo de las mañanas previas a su regreso. Hasta hubo quien, años después dijo tener guardada la botella que envió Juan meses antes por el Río, con una carta anunciando que volvía. Lo cierto es que una mañana muy temprano, con las primeras luces del alba, se comenzó a escuchar una lejana cantinela silbada tan a lo lejos en el horizonte, que parecía y no parecía, que era y no era que podía ser y no. Fue así que las mujeres que tanto lo amaron y otras que casi, y mucha gente y el almacenero que aún lo recordaba y hasta algunos curiosos ocasionales, corrieron a pedirle a Don Soriano que pusiera en marcha la Vuelta al Mundo para poder contemplar desde ahí arriba el horizonte... Y lo vieron. Tenía puesta la gorra de siempre, que como siempre le quedaba grande, y multicolor era la gorra. Otros decían que no, que era otra, y otros hasta decían que no era Juan, pero después se supo que lo decían por simplemente celos. La gente compraba pororó y se registró el índice mas alto de lipotimias y de ahogados sollozos en las mujeres que doblaron las campanas, en las del quinto, en las.que lo esperaron o le pareció... El Viejo Matías peló la armónica y comenzó a tocar viejas canciones de antiguos amores, y hasta hubo quien corrió a preparar una torta de limón y aquellos mates con peperina que tanto le gustaban a Juan que volvía, volvía a su vieja casa de Barrio Rosedal.
Tanto amaba Juan las siestas de los sábados, como temía los huecos de los ascensores y las noches de domingo. Le gustaba pararse silbando bajito en el medio del puente peatonal que esta cerca del Parque las Heras y mirar ponerse rojo el sol cada vez que se despedía, fuera la estación que fuese. Le gustaban tres de cada cuatro mujeres, le gustaba jugar a la payana con los mendigos de Plaza Italia por la tarde y hasta algún que otro lunes de madrugada visitar amigos trasnochados de mas de una nostalgia reincidente a contramano. No le gustaban esta claro los uniformes y las botellas con menos de tres colores incluyendo el contenido, los gatos de departamento grises y gordos, los gordos de traje que comían hamburguesas en La Terminal, ni los letreros de prohibido pisar el césped que pusieron la semana pasada en Plaza San Martín. Juan gustaba y desgustaba cómo todo el mundo o casi todo, de las cosas que le latían el corazón y las que no, no. Pero hete aquí que un día caminaba Juan distraído como por costumbre y soñador como por si acaso, cuando la chocó o le pareció, la disculpó o no, y charlaron y quizás, y le rascó la espalda o se lo imaginó, y compartieron un pedazo del viaje que hace el 60 entre Cañada y barrio Rosedal, y compartieron cosas que Juan ya ni recuerda, y de ahí en mas no pudo dormir tranquilo sin soñarla, ni robar mas estatuas en las noches, ni cantar alguna vieja canción sin acordarse, entonces entendió a los que usan uniformes de menos de tres colores incluyendo el contenido y a los gatos gordos de departamento y hasta a los viajantes de traje que comían hamburguesas en La Terminal antes que partiera el último autobús de la tarde, en el fondo se defendían de lo incierto del destino y del vértigo de los amores y del precio de los desamores y de las nostalgias de las noches de domingo, y casi los disculpó.
Juan soñaba el mundo que vivía o vivía el mundo que soñaba, era difícil saberlo. El mundo por su parte no reparaba demasiado en estas sutiles diferencias y soñaba lo que Juan vivía o lo que es lo mismo decir vivía lo que Juan soñaba. Así habían pasado hasta ahora los días y los años, y hasta los minutos siempre remolones a la hora de esperar el 43 o un amor imposible en una siesta de setiembre. Pero hete aquí que esa tarde el desamor golpeó a su puerta, hubiera sido una tarde como tantas otras tardes pero Juan dejó de soñar al mundo y el mundo dejó de existir. Y las señoras con ruleros de Barrio Talleres Oeste se quejaban por la falta de veredas para barrer, y los señores de bigote que paseaban a la tarde por el puente Centenario se quejaban de que el puente ya no estaba más. Es más, hasta decían que ya no había nubes en el cielo ni yuyos alrededor de los árboles, y fundamentalmente no había mas bandadas de gorriones para perder la vista en el horizonte apoyados en los faroles de la Costanera, que dicho sea de paso ya no cruzaba la ciudad que no existía. Fué entonces que armados de coraje los vecinos y los cirujas y hasta algún jugador empedernido formaron la Comisión Honoraria Pro Recuperación de la Ciudad y luego de arduas deliberaciones se dirigieron resueltos con un petitorio hasta el Juzgado de Feria No 62 que por ese entonces funcionaba en los terrenos en donde otrora estuviera el imponente edificio de Tribunales. El trámite que en épocas normales hubiera tomado varios meses o hasta años se realizó prontamente ya que no había juicios atrasados por resolver debido a la desaparición total de las pruebas y sumarios de intrucción. Como consecuencia una delegación vecinal partió sentencia en mano en busca de Juan para exigirle una solución inmediata al problema. Lo encontraron caminando sin rumbo por la costa de lo que alguna vez fuera la Laguna Mar Chiquita, con la mirada perdida en el lugar en donde estuviera la línea lejana que separaba el agua del cielo. Su mirada tenía un dejo de que se yo que tristeza. La que amaba se había marchado en un barco hacía seis días y no había vuelto a saber de ella. Y lo que es peor se había llevado consigo su risa (la de ella) para siempre. Entre todos entonces conmovidos, cargaron a Juan que parecía como muerto y le pusieron cataplasmas tibios en el corazón partido y té de yuyos de las sierras en los ojos resecos de tanto llorar su ausencia, y le masajearon las ganas de seguir por la vida y le reciclaron la alegría y le frotaron las manos endurecidas de dolor con el ungüento del paso del tiempo y cosas así. Lo cierto es que poco a poco Juan volvió a soñar y todo volvió a ser como antes, o casi. Solo algunas veces faltaban aqui o allá un atardecer en el Parque Sarmiento, o una bandada de palomas en Plaza Colón, pero los vecinos preferían pasar por alto estas pequeñas faltas, Juan ya había sufrido suficiente. En lo que todos preferían no pensar demasiado era que pasaría cuando algun día Juan ya no estuviera más. Pero eso es otra historia.
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