Los que estuvieron allí contaron que, al final, Sacco también lloró. Todos se miraron entre sí con cierta incomodidad, pero nadie dijo nada a pesar que él había hablado tanto de no darle gusto a sus victimarios y jurado que no le verían derramar una sola lágrima. La visión de las horcas preparadas y el fondo gris del cielo sobre el sur de Chicago eran como para abatir a cualquiera. Vanzetti, por lo visto, también lo entendió así, porque se quedó callado y hasta dejó de llorar un rato, mirando a su amigo doblegar al fin las rodillas ante la visión de las herramientas del fin de sus vidas. Pero todos los testigos estuvieron de acuerdo en que el llanto de Sacco fue muy diferente al de Vanzetti y al de cualquiera de los presentes: mirando al suelo, agitaba su cara de un lado a otro y a ratos sufría convulsiones que le hacían fruncir la nariz y los ojos entre sollozos. Ni siquiera entonces perdió la fortaleza que había mostrado en los agotadores años del juicio. Rehaciéndose, se aproximó a su compañero y se apretó contra él; ningún policía hubiera osado impedírselo. Así, esposados, se dieron esa especie de abrazo que retrató todo el afecto y todas las diferencias entre ambos obreros analfabetos: Vanzetti sonreía a su amigo como una criatura frágil que encuentra refugio en el seno de otra más fuerte, Sacco sólo lo miraba en silencio como un padre lo haría con su hijo, asintiendo con la cabeza; a ratos, miraba hacia el horizonte y entreabría los labios como si fuera a hablar, a decir algo que los testigos pudieran contar esa noche, en exclusiva, a la prensa de la ciudad. |