Aquella cajera era servicial pero a la vez distante. Tenía un brillo en la mirada que contrastaba admirablemente con la opacidad de su tez, y su sonrisa no era contagiosa a otras zonas del rostro, lo que provocaba en su conjunto, un aire autómata que lo mantenía cautivo (no es difícil de entender, traten de imaginar por un momento un rostro con la facilidad de decir varias cosas a la vez, no sé, pienso quizás en un par de cejas aduciendo cierta irratibilidad pero en perfecta armonía con una sonrisa que sólo abarca la aleta derecha de la nariz y toda la ancha y perfecta boca. O mejor aún, una sola de las cejas expresando asombro mientras la otra, desdeñosamente, acompaña a los ojos en esa manera tan dulce de decir que se tiene sueño y que está cansada y que ya se tiene a alguien que la espera en casa).

Al día siguiente se ofreció para ir nuevamente al banco. Ella lo miró, le sonrió y él se alejó completamente desilusionado.