Me despertó una calurosa y suave brisa de diciembre. Los ojos me pesaban como siempre pegajosos con el sudor de la noche, tal cual el día anterior. Una sensación ordinaria se alojaba en mi boca, un amargo sabor me obligaba a tragar constantemente saliva como si tratara de sacar lo desagradable que resultaba esa situación. No sólo por la agitada noche anterior sino por lo que me esperaba desde ése día en adelante. Me costaba tarea tratar de comprender el origen de aquel sentimiento, como si estuviera cerrado de la misma forma como Freud y Jung lo habían hecho con mi inconsciente.
Pero no, ése día era tan igual a otro que me hacía lentamente caer en la rutina de mi cama, cuyas sábanas me cobijaban en un continuar el sueño interminable. Sin embargo, no pude dormir más de una hora, algo me llamaba en ese claro de amanecer a vivir de forma especial esos momentos.
De pronto me puse a pensar en que así lo hubiera deseado mi padre, un día especial. Su muerte no había pasado en vano, pero tampoco me había imaginado el último día de soltero, aunque no me importaba, no era más que una mañana extraordinariamente normal.