Mi negro se llama Blao
(Nota preliminar: La colaboración de este lunes
la dedico en exclusiva a presentarles a quien
a partir de hoy va a ser mi adjunto colaborador
en esta sección de La Columna)
Tenía yo muchas cosas que contarles. Pero me pasa lo que al burro del gitano: que sé hablar pero no pronuncio. Tinta tengo, pero no pluma. Y es que ser arte y parte al mismo tiempo, tiene sus inconvenientes.
De pronto me acordé de los negros en la literatura: esas personas que se prestan a escribir ajeno, que narran y versifican con el nombre de quienes les contratan.
Y pensé:
“Mecenas encargó a Virgilio sus Geórgicas. Hasta el mismo “patito feo” alquiló los servicios de Andersen para que contara sus desventuras. ¿Por qué no buscar yo también a alguien que escriba por mi lo que yo no puedo?”
No tuve que andar muy lejos para dar con Blao, que así se llama mi negro, pero les confieso que me costó trabajo. No siempre lo cercano se encuentra a la vista. Así pues me adentré por pasadizos oscuros. Recorrí tabernas y lenocinios. Traspasé muros invisibles. Me deshice de malezas y espinos. Llamé insistentemente a puertas inexpugnables. Al principio este hombre se hizo el escurridizo, el remolón. Le grité muchas veces. Tan sólo oía el eco sordo de mis palabras. Y vinieron a mi mente aquellos versos de Juan de Yepes: “¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido.”
Aburrido por la tardanza de su respuesta, desistí. Y en ese preciso instante, sentí su presencia escondida en el agujero de mis huesos. Lo encontré incrustado cual caracol en el hueco de mi propia carne.
Me dijo:
“Yo soy Blao. Si deseas que tu nombre se apodere de mis letras, lo vas a tener difícil. No se trata de dinero. Cobro bien poco, lo justo para dar de comer a mis manuscritos. Pero si quieres que te preste mi inteligencia, que ponga en mi estilográfica tu autoría, tendrás que renunciar a tus ideas. Es imposible sostener en una misma mano la verdad y la mentira, estar a favor y en contra de una misma filosofía.”
Después de escuchar el dilema de Blao, la alegría de haberle encontrado se mezcló con la incertidumbre de no saber si este hombre sería la horma indicada para calzar mi zapato, la persona deseada para disfrazarse de mi propio pellejo.
Ajeno a mis pensamientos Blao siguió con su manifiesto programático. Pues a proclama de partido sabían sus palabras:
“Somos incompatibles como la sartén y el mango. ¿Ves aquel niño en la placeta?”
Un niño se entretenía en lanzar rápido con las manos una pelota hacia delante. Inmediatamente corría a toda velocidad para poder atrapar el balón allá donde lo había lanzado.
“A este chaval le resulta complicado ser al mismo tiempo guardameta y rematador -me recalcó. Y es que ser yunque y martillo tiene sus inconvenientes. Podríamos hacernos daño, sufrir mucho”.
Escuché sus advertencias y le dije:
“También tiene sus ventajas tener al enemigo en casa”.
Por el tiempo que llevo con Blao tengo la impresión de que no coincidimos en nada, pero me conoce lo suficiente como para hacerse pasar por Azulada.
Al final llegamos a un acuerdo.
Blao será mi asiduo colaborador en estas entregas. Donde yo ponga nubes, él colocará estrellas. Si yo, fuego, él, agua. Con su suelo y mi montaña, los dos al alimón, entre rencillas y abrazos, olvidos y semblanzas, escribiremos estas partidas.
Juan Martín Serrano : Azulada
Murcia. 13 de noviembre, 2006
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