Colores, sabores metódicos directos a la vena. Espasmos de alegría, jaulas de color verde bermellón oxidado eran las que estaban en la esquina de su casa, a ella le encantaban y todo el tiempo decía que algún día vendería de esas mismas en la calle principal.

Por las tardes cuando las estrellas cantaban a coro una empalagosa melodía relajante con cinco cucharaditas de azúcar por favor, en ese momento se sentaba a escribir profecías en pasado tomando caldo de ancas de hipotálamo. Cuando acababa con el ritual, soplaba las letras al viento donde los condes y los buitres se peleaban las presas y los carroñeros miraban desde el suelo con cara de satisfechos.

En el pantano habitaba, en una choza hecha de pelo pegada con engrudo negro y piedras de jabón, una esponja servía de puerta y su cama era de alfileres con margaritas rellenas de crema, por esta razón eternamente debía espantar a las frutillas maduras.

Montones de hojas garabateadas le servían de respaldo diario a su espalda y en la nuca tenía un agujero por donde salía el agua turbia y maloliente cuando estaba en sistema “lavado rápido”.

Siempre creyeron que la podían controlar como a un tornado con armadura de marfil, pero no era cierto, era tan incierto como los perros de Cybairu, esos mismos que con la mirada arrancan pedazos y con la cola pelada te soban el lomo con agua fría sin baldes.

Se cansó, se lanzó, se inmutó, quedo perpetua pirograbada en las frentes de todos los habitantes, su canto se podía oír a lo lejos, sus pisadas se podían ver a kilómetros junto con el polvo que levantaba al volar, sus garras se habían caído y ahora eran energía pura…se inclinaron ante su involuntad y clamaron por sus dedos, el látigo los golpeó tan despacio que siguieron riendo pero ella tenia un pez bajo la capa que los confundió. Reían de susto, lloraban de alegría, comían por que tenían sueño, soñaban despiertos, morían su vida el resto de su muerte, al fin gano pero el sabor de la copa no era para nada agradable.