Paseo por la ciudad.
Las ciudades resguardan, las ciudades consumen, las ciudades distancian. El metro es el corazón de esta ciudad, me digo, bombea a la gente que sale disparada abusando de la vida, rompiendo el aire tranquilo, echando humo como chimeneas andantes; y yo salgo con ellos arrastrado, desbaratado, vomitado.
Afuera en la calle no podría decirse que el panorama se vuelva fresco o claro. La ciudad se extiende infinita hasta donde alcanza a hartar a mi ojo; demasiado llena de la gente, esa misma gente que me rodea y me lleva con su andar presuroso aunque yo luche contracorriente: pero para qué, me digo. Y la lucha sólo es pensamiento vago e inconsistente, el sí y el no, el ying y el yang, dicotomía de ser la gente o ir en su contra.
Y es que la gente no disfruta del sol temprano. La gente no respira el aire de la mañana. La gente no se para a ver las nubes buscando todo lo que es, fue y será, sólo ven nubes: nada más. La gente sólo se preocupa por gritarse enfurecida; se reclaman los unos a los otros porque van a llegar pocos segundos más tarde a ningún lugar, se echan culpas furibundos, se encienden de los ojos y la lengua se les seca. Es una batalla campal. Todos comienzan a alzar la voz tratando de hacerse escuchar por encima de los demás. Algunos de ellos sacan máquinas especiales que hacen sonidos muy desagradables, cada uno peor que el anterior y más ensordecedor. Entonces se alza la bulla hasta donde los cristales vibran: el aire se agita arremolinándose y alzando el polvo, los animales cierran los ojos con fuerza, las aves no pueden surcar el aire viciado, no pueden siquiera volar. Y yo no soy nada en medio de ese estruendo. Soy apenas un sonidito de piedra en el agua, me digo, me hundo sin remedio.
Me decido a pasear entre el espectáculo de histeria. De todas maneras mi andar no cambiará nada, quizás sólo contribuya con el sonido de mis pasos, quizás a alguien se le ocurrirá gritarme que conmigo van las culpas: ¡eh tú hideputa! Y el tiempo va carcomiéndolo todo a mi alrededor a una velocidad aterradora; la gente desperdicia su vida aullando sin hacer algo, no pueden ver lo que hay debajo de tanto ruido. Es una tristeza, me digo, me repito, me sentencio: pero no llego a escucharme.
Sigo andando, me propongo no darle importancia al griterío y dejarlo atrás pero parece imposible, siempre surge de algún portón una ráfaga de ruido dispuesto a fusilar al primer incauto. Pero entonces, del horizonte, del cielo o de algún lado, un resplandor silencia todo en menos de lo que dura el recuerdo de un buen sueño. Todo queda estático en cuestión de segundos y la gente se lleva las manos a los oídos y aprieta con fuerza. Sus muecas se retuercen, sacan la lengua, les saltan los ojos, les fluye moco cual agua mezclada con sangre, la baba les cuelga, se les erizan los cabellos, las piernas les flaquean, los sueños se les escapan, las pesadillas vuelven, el vacío los invade, inician sus cuentas regresivas, sus sexos se hinchan hasta que eyaculan, sus huesos se dislocan, la ropa se les hace ceniza, el cuerpo se les llena de yagas verdes, el amor los persigue, sus ojos se translucen, les crecen raíces y ramas, se les resquebraja la piel y se cae al piso encendida, el fuego los consume, los hace arder la llama de los tiempos…: todo en dulce silencio. Y yo lo disfruto, sí que lo disfruto: ¡vaya que lo disfruto! Tanto que me da por gritar. |