PARAÍSOS PERDIDOS

Con su bastón de mendigo
repica en su puerta blanca.
Sus cabellos son de sol
sus pupilas de esmeralda.
De los surcos de su boca
brotan palabras extrañas.

Ella le toma la mano,
le franquea su morada.
Él la sigue claro y manso,
ella palpita y se azara.
Manda acomodar un cuarto
con brocados y jofainas.
Llevan ropas olorosas,
cobijas de seda y grana.
Traen vinos y manjares
en vasijas de oro y nácar.

Vienen cedros y arrayanes
a abanicar la ventana.
El calor azuza el canto
del grillo y de la chicharra.
Por el monte sueñan vuelos
trovas de príncipes y hadas.
El río alumbra en sus ojos
fulgores que nunca acaban.

Crepúsculos de jazmín
con noches de seda y ámbar,
en brazos de terciopelo
ríen caricias doradas.

Sopla el invierno a lo lejos,
Cierran flancos y ventanas,
acaudalan provisiones,
amparos de nido y lana.

Pero una mañana de humo
cuando los días se achatan
él acopia sus avíos
según se levanta el alba.
En su rostro velos grises,
en su boca no hay palabras.

Ella le tiende los brazos,
él le esconde la mirada.
Se calza las viejas ropas,
lo traga la puerta franca.
Se pierde por el camino
sin volver nunca la espalda.

El aire tañe gemidos,
cadencias de flauta y lágrima.
A lo lejos horizontes
quebrados por sierra y agua
urden montañas secretas
llanuras de piedra blanca.

Ella amó como a su vida.
Él como a la madrugada.