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Inicio / Cuenteros Locales / marta_25 / Cinco días y una respuesta

[C:250904]

Este cuento lo he escrito gracias al maravilloso viaje a París que realicé este verano. Esta ciudad me ha inspirado para crear el escenario de mi historia. Admito que éste es un relato bastante largo, pero espero que no os dé pereza leerlo y os agrade.

Cinco días y una respuesta

Anochecía cuando puse mis pies en Saint-Denis. Hacía diez años que no vagaba por esas calles, las mismas calles que me vieron crecer de la mano de mi padre. Cada centímetro de la ciudad me recordaba a él, a aquellos largos domingos en los que me llevaba a la iglesia, al día en que me enseñó a pintar con acuarelas y a esa tarde en la que me retrató, recuerdo todavía presente en la pared de mi habitación. Hacía frío: el invierno había llegado con fuerza y el viento penetraba por las esquinas de mi abrigo. No tardé en vislumbrar mi antiguo hogar, borroso entre la neblina, donde me había criado y donde había pasado mi feliz infancia. Al fondo de la calle se percibía el eco de un violín perteneciente a un honrado músico callejero, que tocaba una canción tradicional francesa junto a las luces ya encendidas de un conocido restaurante.

La tía Loulu se arrojó a mis brazos nada más entrar a la casa. Permanecimos así, unos segundos, de pie en el recibidor, con la puerta abierta de par en par. Ella lloraba desconsoladamente sobre mi hombro y yo no pude evitar arrojar unas pocas lágrimas. Apenas me quedaban después de las que había derramado.

- Kiara… gracias por avisarnos… - me dijo entre sollozos -. Me siento tan mal por no haber podido acudir al funeral…

- No te preocupes, tía. Papá quería continuar en Irlanda por siempre… - balbuceé -. No era conveniente que hicierais un viaje largo y tan rápido.

Sandrine me saludó con voz entrecortada desde las escaleras y me ayudó a subir las maletas al piso de arriba. A pesar de que era una chica muy parlanchina, esta vez apenas dijo nada.

- Tenía muchas ganas de verte, prima – convino, tratando de animarme.

Yo sonreí, sin responderle. Siempre había agradecido su admiración. Aunque le llevaba tres años, desde pequeñas habíamos sido inseparables, era como la hermana que nunca tuve. Me cogió del brazo y me acompañó hasta el salón.

Mis abuelos estaban sentados uno frente al otro, sumidos en el más incómodo de los silencios. Recordaba que aquéllas eran sus butacas preferidas, en las que solían acomodarse para tomar el café o para contarnos historias a Sandrine y a mí. Hugo, mi abuelo, se levantó en cuanto me vio entrar y me dio un beso en la mejilla, acariciándomela con gesto apesadumbrado. Mi abuela Isabelle tardó más en ponerse en pie. Sus ojos denotaban el insomnio de las largas noches anteriores. Me abrazó muy despacio, como si me fuera a romper en pedazos, y me invitó a sentarme en el sofá. Mi tía y su hija se colocaron a mi lado. En la estantería de enfrente seguían apilados los antiguos libros de mi padre, y justo delante una foto suya de hacía unos años. Llevaba una camisa blanca y una hermosa sonrisa vestía su rostro, poblado de su inconfundible barba castaña.

- ¿Cómo… fue? – acertó a decir mi abuelo.

Tragué saliva.

- Tenía el día libre en la facultad y me fui a hacer unas compras. Aproveché para ir a visitar a papá. Estaba deseando verle porque me había contado que tenía una nueva obra en marcha… Cuando llamé no contestó nadie. No me preocupó porque le gustaba levantarse tarde y todavía eran las diez de la mañana. Por suerte llevaba las llaves encima. La casa se encontraba desierta y en el dormitorio no había nadie, solamente una cama desecha. Supuse que estaría en el estudio. Subí al desván y… allí lo encontré, tendido en el suelo, junto a un cuadro a medio pintar. Los médicos diagnosticaron que había sido un episodio cardíaco. Si hubiera llegado a tiempo… podría haberse salvado – concluí rompiendo en sollozos.

Loulu me volvió a abrazar. Mis abuelos estaban cogidos de la mano. Era la primera vez que les veía llorar. Mi prima miraba al vacío, apenada.

- No fue culpa tuya, Kiara – susurró Sandrine.

Otro silencio interminable volvió a inundar la salita.

- Debes dormir algo, no es bueno que estés así – me aconsejó mi tía -. En realidad todos los necesitamos. Nosotras nos vamos a la cama.
Las dos abandonaron el cuarto de estar y se oyó el repiqueteo de los pasos en las escaleras.

- Ve a descansar – me ordenó amablemente mi abuelo -. Pero una cosa más… nunca te sientas culpable de nada. Fuiste la mayor felicidad en la vida de Jacques.

Cuando volví a entrar a mi habitación me invadieron los recuerdos. Seguía igual que antes, los mismos cuadros, la misma colcha en mi cama y la misma foto en la pared, al lado de la cómoda. Tendría unos doce años y aparecía con una falda de volantes, una blusa y un sombrero azules, sentada en un banco de los jardines de Marte. Mostraba una preciosa sonrisa de niña. La ventana que daba a mi pequeño balcón personal estaba abierta y las cortinas ondeaban debido al viento. Salí y me asomé. Un hombre, escondido bajo la capucha de una sudadera negra, corría a toda velocidad. Me sorprendí. ¿Quién sería y por qué tendría tanta prisa? Cerré el ventanal, me vestí para dormir y cuando fui a apagar la lámpara de la mesita de noche, llamó mi atención un papelito. Unas letras, recortadas de una revista y pegadas de manera desordenada, rezaban:

¿Quieres saber algo más sobre tu padre? Te espero en la estación de metro de Saint -Lazare mañana a las cinco

* * * * *
Châtelet…

Las paredes metálicas del metro de París siempre habían sido como mi segundo hogar. Aquella mañana, después de toda la larga noche tratando de conciliar el sueño, me aventuré a volver a adentrarme en él.

Cavilando hora tras hora de nocturno insomnio, había decidido acudir a la extraña cita del misterioso hombre sin nombre. Sin embargo, al tiempo que observaba las anaranjadas luces del oscuro tubo subterráneo, me invadía el deseo de regresar a casa.

Pyramides…

La gente entraba y salía. Unos negociantes japoneses se sentaban a mi lado y escrutaban con aire taciturno unos documentos. Cuando era pequeña, siempre me habían parecido muy simpáticos. Me gustaba mirar detalladamente a todos los viajeros cuando iba de camino a la escuela.

Madeleine…

Otro devaneo de puertas automáticas y otra retahíla de caras desconocidas llenando el vagón. Mi padre solía decirme que nunca veías a alguien más de una vez en el metro. Era tal la cantidad de personas que lo utilizaban día a día, que difícilmente volverías a cruzarte con ellos. Suspiré.

Saint-Lazare…

La voz de mujer, casi neutral, me hizo recordar que aquélla era la última parada. Todavía no estaba segura de qué hacer. Crucé las puertas justo un segundo antes de que cerraran, chocando contra la espalda de uno de los japoneses. Él se limitó a sonreírme. Al fin y al cabo, había acertado con mi teoría.

En esos momentos, mientras miraba mi ticket, se me planteaban dos opciones: retomar la línea 14 y olvidarme de esa locura, o arriesgarme. Miré el reloj. Las cinco menos tres minutos. Opté por la segunda. ¿Qué podía perder?

Había pasado un cuarto de hora y nadie aparecía. Estaba sentada en el bordillo de una maceta de color plateado, vacía, cerca de la salida. Probablemente irían a renovar las escasas plantas ornamentales. Un hombre pregonaba entusiasmado las variedades de fruta que su puestillo ambulante ofrecía. Varias señoras compraban. Los precios solían ser más baratos en los tenderetes de metro improvisados. “Si no aparece nadie en cinco minutos, me marcho” pensé, insegura.

- ¿Tienes fuego?

Al mirarle no vi otra cosa que unos enormes ojos verdes oliva. Era un chico muy atractivo, sin duda, pero me percaté de que me estaba pidiendo algo estúpido. No me hice ilusiones.

- ¿Pretendes galantearme con la típica pregunta de entrada? – le espeté.

- No, de ninguna manera… - tartamudeó -. No encuentro mi mechero por ninguna parte – continuó, palpándose los bolsillos de la chaqueta.

Me di cuenta de que estaba siendo sincero y, tímidamente, le ofrecí un gesto arrepentido.

- Perdona mi impertinencia, yo… - traté de disculparme, entrecortada.

- No importa – me interrumpió -. Además te he observado y dudo que tengas lo que te pido. Ni dedos amarillentos, ni ampollas… y además hueles muy bien. ‘Trésor’, de Lancôme, ¿me equivoco?

Sorprendida, me quedé embobada contemplando su sonrisa. Bajé la mirada. Las yemas de sus pulgares eran un signo inequívoco de su hábito por fumar.

- Pierre – se presentó, tendiéndome la mano.

- Yo soy Kiara – repuse.

Nunca olvidaría aquel primer contacto con su piel.

* * * * *

Cuando desperté sólo acerté a ahogar un grito.

Una silueta que no reconocí levantó las persianas. La tenue luz matinal traspasó el ventanal e iluminó la estancia. Loulu se rió a carcajadas.

- Te he dado un buen susto, ¿eh, cariño? – me dijo, guiñándome un ojo.

- Al verte me he quedado más aliviada – aseguré, todavía adormilada.

- Te he traído el desayuno – me tendió una pesada bandeja y la apoyó en mis rodillas, mientras que yo me enderezaba en la cama -. La abuela ha preparado crèpes.

Sonreí, agradecida, rememorando el dulce sabor de mis meriendas infantiles.

- Gracias, tía.

Me dio un beso y salió tarareando una cancioncilla. Me encantaba el buen humor que siempre había tenido, a pesar de las adversidades. El chocolate caliente me reconfortó y me sumergí en mis recuerdos.

Pasé parte del día paseando sola por las calles del barrio, tratando de descifrar aquella enigmática fotografía. La había encontrado plegada en mi bolso, justo cuando regresé a casa, tras aquella agradable tarde con Pierre. Estuvimos más de dos horas en el mismo lugar, charlando, pero en ningún momento apareció el anónimo personaje. Ya casi había olvidado todo cuando encontré aquella imagen de mi padre. Era todavía joven, rozaba la cuarentena y otro hombre estaba sentado a su lado. Ambos vestían trajes de chaqueta y parecían compañeros de trabajo. No sabía por qué, pero estaba segura de qué había visto a esa otra persona en alguna parte. En el dorso del papel fotográfico una anotación con letra irregular me citaba de nuevo para ese mismo día, frente a la biblioteca François Miterrand. Había rehusado la idea de acudir.

Acomodada en un banquito de piedra, pasé al menos treinta minutos observando a los pintores callejeros. Mi padre un día fue uno de ellos, aunque para entonces yo todavía era bastante pequeña. A veces le ayudaba a mezclar los colores y me sentía orgullosa por mi trabajo. Cada vez que él terminaba un cuadro, aseguraba que sin mi ayuda no lo podría haber hecho. Y siguió haciéndolo tras aquella hermosa mañana en la que, mientras correteaba por la calle, me choqué por casualidad contra las piernas (ya que no alcanzaba más altura) de uno de los magnates del centro Georges Pompidou.

El señor me cogió en brazos, me llevó hasta él y echó un vistazo a las pinturas. Instantes después, le tendió una tarjeta. Desde ese momento todo salió a pedir de boca. Tras varios años, nos mudamos a Irlanda e hicimos de una preciosa mansión adquirida con las ganancias nuestro hogar. Y el tiempo pasó, entre exposiciones, museos, el instituto y la universidad.

Tras una tarde de reflexión, regresé a casa. Seguramente los abuelos estarían preocupados. Hurgué en el buzón para comprobar si había correspondencia. En efecto, un par de cartas se deslizaron entre mis dedos. Una era del banco. La parte frontal de la otra, cubierta por un sobre de color magenta,
rezaba: “Para Kiara”.

* * * * *
La tormenta era eléctrica, y además, abundante. Sandrine y yo siempre habíamos tenido miedo de los truenos, y ambas intentábamos conciliar el sueño, acurrucadas en la misma cama. Mientras la lluvia salpicaba la ventana con furia, le había relatado toda la historia del hombre misterioso. Habíamos abierto la carta juntas, encontrando de nuevo aquellas letras recortadas, esta vez de un periódico.


¿Así que te has escaqueado de nuestra cita? Si piensas que me voy a rendir tan fácilmente, estás muy equivocada. Hasta mañana, en el estadio Olímpico. A las cinco, como siempre.

Me temblaban las manos.

- Kiara, no tengas miedo. Debes ir y acabar con esta broma de una vez – me aconsejó Sandrine, acariciándome el pelo.

Asentí y me dispuse a pensar en el día que me aguardaba.

* * * * *
Bercy…

Allí estaba de nuevo, rodeada de paredes metálicas. Bajé al andén, dudando. Mi prima había decidido acompañarme y me agarraba del brazo con decisión. Subimos las escaleras y ante nosotras se alzó el estadio Olímpico.

- Mira, Maddona va a actuar en Febrero – trató de distraerme Sandrine, mientras escrutaba aquel enorme cartel que pregonaba las fechas de conciertos multitudinarios que se solían celebrar en el recinto.

No dije nada. Me apoyé en la pared, cerca de la entrada, y ella se percató de que no conseguiría su objetivo intentando disuadirme. Se hizo el silencio entre las dos. Sólo se escuchaban los sonidos callejeros, de fondo. Coches, gente charlando, cláxones. Nada más lejos de la realidad.

Pensé en Pierre. Hacía dos días que me había dado su número de teléfono pero todavía no me había llamado. Sospeché que fuera de los típicos del “si te he visto no me acuerdo”. Resoplé, agotada. No sabía ni qué pensar.

- Te dije que no aparecería – le reproché a mi prima, que miraba el suelo con sospechoso interés.

- Esperemos un poco más – dijo ella vagamente.

- ¿Sabes? El otro día conocí a un chico…

- ¿Sí?

El vibrador del teléfono móvil hizo que me sobresaltara.

Miré a la pantalla. Un mensaje. “Date la vuelta”.Volví mis espaldas. Lo que me temía.

- Hola.

Mi rostro se iluminó con sólo ver sus ojos.


* * * * *
La basílica de Saint-Denis continuaba intacta, tal como la dejamos papá y yo en nuestra última visita. Ahora regresaba a ella sin él, recorría sus pasillos embaldosados entre sillitas de madera, y me sentía profundamente sola, a pesar de estar rodeada de gente.

Me quedé contemplando las hermosas vidrieras. De niña tenía la costumbre de contarlas y de enumerar todos los colores de las que estaban hechas. Una lágrima resbaló por mi mejilla.

- La ceremonia va a empezar. Siéntate, cielo – me pidió mi abuela con suavidad -. Te dije que no te vistieras de luto. No te sienta bien, eres joven para el negro – se quejó.

Sabía que aquella misa en honor a mi padre se me iba a hacer eterna. Era demasiado duro regresar a Francia y volver a ver a gente de la que no sabía desde hacía años con esa expresión de tristeza.

- Buenos días, Kiara. ¿Me recuerdas?

...

Aquella tarde mi padre me llevó a la ópera. Nunca había presenciado un evento de tal magnitud ni había podido observar ese armonioso desfile de las más distinguidas damas de la ciudad, enfundadas en hermosos y brillantes trajes de noche, y galanteadas por apuestos caballeros de alta alcurnia. Yo llevaba mi vestido favorito, rojo y con un enorme lazo a la cadera, pero a pesar de todo me sentía una intrusa en aquel lugar. Mi padre, sin embargo, aseguraba que estaba preciosa. Yo le dedicaba la mejor de mis sonrisas, agradecida, mientras me conducía a uno de los palcos dedicados a las reservas.

- Papá, ¿quién nos ha invitado aquí? Todavía no me lo has dicho – le pregunté cuando subíamos las escaleras.

- Es un magnate de arte. Se llama Maxim Delacroix y va a comprar algunos de mis cuadros. Quiere conocerte, confío en que te comportes como una señorita y seas educada con él.

Asentí. Maxim resultó ser exactamente lo que había imaginado, un elegante hombre de negocios, trajeado con un impecable esmoquin negro. Mi padre me presentó ante él y para mi sorpresa, se agachó levemente y me besó la mano. Mis catorce tempranos años hicieron que me sonrojara. Pero lo peor fue el descubrir, dos segundos más tarde, que tenía un hijo de mi misma edad. Él, por su parte, tan sólo se ruborizó. Me hicieron sentarme a su lado. Parecía tímido, pero al cabo de un rato nos pusimos a charlar, ya que nuestros respectivos padres se encontraban enfrascados en una aburrida conversación financiera.

Vimos “Carmen”. Si soy sincera, realmente no aprecié el valor de la obra. Las más de cuatro horas las pasé hablando y riendo con ese chico, que al fin y al cabo resultó ser encantador. Cuando la ópera finalizó, mi padre alegó, entre aplausos, que ya era tarde y que nos debíamos marchar. Desde ese día no le volvería a ver más y sólo me quedaría el recuerdo de sus centelleantes ojos verdes.

Cuando nos levantamos y comenzamos a bajar las escaleras, él nos siguió. Yo le vi, pero no dije nada a mi padre. Ya con la puerta abierta hacia la calle, Pierre Delacroix se adelantó, me dio un delicado beso en la mejilla y echó a correr.




- ¿Te encuentras bien? – me preguntó aquel hombre desconocido.

- Sí… - balbuceé -. Sólo ha sido un déja vu – continué, confusa.

- Ah, ya entiendo. ¿Sensaciones o momentos que sientes que ya has vivido? - se interpuso Pierre, cuya presencia en la iglesia me había desconcertado. Me dedicó una sonrisa de soslayo.

- ¿Qué… qué haces aquí? – balbuceé, confusa -. Y… ¿quién es este hombre? ¿Tu… padre? – tanteé.

- Así es. Maxim Delacroix, para servirla, mademoiselle - me besó la mano, como había hecho hacía siete años -. Era un buen amigo de tu padre. Le telefoneaba de vez en cuando, después de que os marcharais a Irlanda, y tú siempre atendías el aparato. Una voz preciosa - se hizo una pausa -. ¿Te acuerdas de mi hijo?

- Sí, claro. Precisamente…

- Bueno, os dejo solos – me interrumpió, acomodándose en el asiento más próximo.

Pierre me miró y mantuvo la sonrisa.

- Lo de ayer estuvo bien, ¿verdad?

- Sí… a Sandrine le caíste genial… - tartamudeé -. ¿Sabías qu…?

- No, para nada – respondió sin dejarme terminar la frase -. No tenía la menor idea de que fueras la hija de Dupont. De todas formas, estoy contento de volver a verte.

Bajé la mirada y mis ojos se nublaron de nuevo. Se hizo el silencio y sin apenas advertirlo, me estrechó entre sus brazos.

* * * * *
Es el momento de actuar. Llevo demasiados días escondiéndome. Es tan hermosa… y el negro le sienta de maravilla. Pero no basta con seguir contemplándola. Yo empecé con esto y tengo que armarme de valor para terminarlo.

* * * *
El reloj, posado en las blancas paredes de la estación de Bir-Hakeim, marcaba con sus agujas la hora cumbre: las 10 en punto. Me apresuré a subir las escaleras, de dos en dos escalones, de tres en tres quizá, y ahí la vi. El símbolo de mi patria continuaba imponente, descomunal, con miles de luces que lo alumbraban en la penumbra de la noche. Tras tantos años volvía a visitar la Torre Eiffel, y sin saber exactamente por qué, me embargaba la emoción. Puede que en realidad fuera por esa hoja de cuaderno, ocupada por un trazo impecable, que había llevado en la mano desde que había salido de casa, rumbo hacia el misterioso desenlace que me esperaba. De nuevo otra nota de aquel hombre. Después de lo que había ocurrido aquellos días, no debería ni haberme planteado el aparecer por allí, pero un presentimiento me había obligado a hacerlo, sobre todo al ver esa nota escrita a mano. Parecía que por fin iba a revelar algo sobre su identidad.

Nevaba, pero aun así cientos de personas estaban visitando la maravilla del gran Eiffel. La torre oeste,decía la anotación, sería el lugar de nuestro encuentro. Me aposté a ella en cuanto conseguí traspasar aquel tumulto de turistas que hacían cola para montarse al elevador. Cada pocos segundos pasaba una pareja cogida de la mano. Dicen que París es la ciudad del amor. Por primera vez, después de aquella semana sin mi padre, pensé en mi misma, y me di cuenta de que necesitaba enamorarme. Hacía mucho tiempo que no sentía esas mariposas en el estómago tan incómodas, pero que te hacían tan feliz…

Estaba ahí. Había acudido, y no me lo podía creer. Se acercaba con su sudadera negra puesta y la cara encubierta. Ya sólo nos separaba un metro y él se paró delante de mí, sin decirme nada. Me temblaban las manos, pero no dudé en quitarle la capucha. Aquellos ojos verdes me dejaron helada.

- He estado enamorado de ti desde aquel día que te conocí en la ópera – tragó saliva -. Siete años.

Le miré y no pude articular palabra. Él prosiguió.

- Cuando llegó a mis oídos la noticia de que volvías no me pude resistir y empecé a mandarte anónimos… pero no me atreví a aparecer y decirte todo esto. Opté por disimular, como los cobardes –una lágrima resbaló por su mejilla -. De tu padre sólo sé que eras el centro de su mundo. El mío me lo contaba cuando hablaban por teléfono, y yo siempre le preguntaba cómo estabas… Espero que sepas perdonarme, Kiara.

Hice un gesto de afirmación. Pierre se dio la vuelta y comenzó a andar pausadamente.

- ¡Espera!

Paró y yo corrí hacia él.

- Gracias por todo… no eres ningún cobarde… - balbuceé, empezando a llorar -. Yo también… yo…

- No digas nada – su manó se posó en mi rostro.

Me miró, nervioso. El brillo de aquellos ojos verdes paró el tiempo. Sus labios rozaron los míos, haciendo inolvidable aquel beso bajo los copos de nieve.

Texto agregado el 11-11-2006, y leído por 487 visitantes. (22 votos)


Lectores Opinan
28-01-2007 *****... aveces hay que esperar tanto,para decirlo todo. angora
08-01-2007 Amiga ya lo había leido y no se que pasó pero mi comentário no lo veo. de todasa formas valio la pena releerlo, es precioso, te dejo miles de estrellas****** y te felicito por tu premio... un abrazo romantica_7
11-12-2006 MUY BUENO JA ES EXELENTE BESOS ADIOS ! ayelen_neurotica
28-11-2006 Me encantó, lo pensé un rato y no encontré ninguna crítica que hacerte (y eso es raro)... mis *****, aunque te mereces muchas más. Cossette cossete
27-11-2006 Excelente narración. Se lee sin esfuerzo del comienzo al final y los racontos no hacen perder la hilación del relato. Muy bueno***** zumm
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