Ya hace cuatro días que no me muevo. Puedo sentir una leve brisa llegando a mi cabeza por lo que presumo que hoy han dejado el pozo abierto. Mis pies están enterrados en dos bloques de cemento, y el resto de mi cuerpo rodeado de cuatro estrechas paredes hundidas en la arena mojada. El frío es tan insoportable como la inmovilidad; estoy desnudo. Oigo el mar, y aunque me hayan arrancado los ojos con la punta de mi propio cuchillo, todavía puedo imaginarlo. Ya casi no siento dolor. Raparon mi cabeza y sobre ella escribieron mi nombre con fuego. Mis manos están quemadas y mis uñas deshechas por los martillos. Mi cuerpo es sangre. Mis rodillas partidas descargan sobre la pared el peso de mi cuerpo, casi cadáver. Me quisieron vivo, por más que pedí la muerte.
Me encontraron dormido lejos del refugio donde hace años fingí haber muerto. Desperté para ver cómo me golpeaban. No se puede escapar al destino, ni un pueblo debe permitir la traición. Les prometí la gloria, y les entregué la más cruel de las derrotas, aquella que de héroes los rebajó a bestias.
Como ayer, hoy volverán para gritar desde la boca del pozo. Quizás alguno arroje aceite hirviendo para vengar su pena. Yo estaría entre ellos, tal vez incluso gozando, pero hoy soy el que paga.
Solo pido una bala certera, desde tan corta distancia no pueden fallar. Pero no me lo concederán. Me leerán mis arengas, me recordarán porqué no tocaron mis oídos, pero asaron mi lengua. Sé que mi mancha los acompañará siempre, y sin embargo no siento vergüenza; solo temor.
Todavía recuerdo cuando entregaron mis genitales a los perros, y arrancaron mi pequeño bigote con la punta de un bastón de acero, y se llevaron mi labio con él. La cara de la anciana que me quemó la piel con dolorosa paciencia, escribiendo un número en mi antebrazo, y la cruz gamada que había sido mi orgullo.
Ya escucho nuevamente los perros; sé que vienen por mí para empezar la quinta de las infinitas noches con las que no podré pagar mis culpas.
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