La ignorancia, maldición bendita
Los temporales de febrero llegan luego del bochorno ardiente de las tres de la tarde, traen siempre inundaciones en los barrios de pobres, un color nuevo y brillante a los jardines de los barrios de ricos, y una riada a toda la ciudad. Pero las aguas ya estaban calmas cuando Anibal terminó de apisonar el piso de tierra debajo de su cama, donde escondió el paquete sin sentir aún ningún presagio funesto. Sudoroso y cabizbajo se acercó a la cocina donde aún esperaba Asunta.
Uno de los tantos árboles centenarios que ceden a la fuerza de los vientos, había caído sobre el ómnibus que viajaba delante de Anibal cuando retornaba del trabajo. El iba a un costado, en la bicicleta, por eso no sufrió ningún tropiezo. Pero se quedó a mirar. En el sálvese quien pueda y la múltiple colisión de diez vehículos, una caja cayó al borde del canal. Luego de la tragedia la lluvia cesó su impulso, y la vía pudo habilitarse sin causar más estragos.
Anibal notó el envoltorio y esperó pacientemente que se descongestionara la muchedumbre para acercarse a curiosear. Nunca antes en su vida había tomado algo ajeno. Ahora, mojado hasta los huesos, desconcertado aún por la tragedia y cansado del largo día de trabajo, no podía pensar en otra cosa que no fuera el contenido de la caja. La lluvia amainó.
Bajo la fina llovizna esperó que las luces se atenuaran, que la gente se dispersara, que lo dejaran solo para poder tomar la caja y abrirla por fin. Si Asunta estuviera ahí no tendría ninguna duda, y dejaría la caja para que se la lleve el agua sucia del canal hasta algún basural.
Poco después viajando en la bicicleta con la caja bien amarrada en la parrilla de atrás, Anibal pensaba en el contenido. Era pesada y suficientemente grande como para contener algo de valor que pudiera vender en el mercado y contar con un poco de dinero.
Hacía treinta años que trabajaba en la fábrica de papel, siempre con un salario mínimo, apenas para sobrevivir él y su vieja. Era mensajero. Si lograba vender el contenido de la caja podría comprar un abrigo para el invierno, y nuevas frazadas, quizás una cocina a gas, quizás viajar a visitar a sus hijos que estaban tan lejos. Hacía treinta años que trabajaba en la fábrica de papel y nunca había robado nada.
Llegó ansioso a la casa, empapado y temblando, más de ansiedad que del frío que se le metió en los huesos. Colocó la caja en la mesa de comer, apartando a un lado los platos con que Asunta lo esperaba.
- La lluvia siempre trae desgracias, pero ahora nos ha tocado la suerte, vieja. Encontré esta caja en el canal y estoy seguro que nos dará para salir de pobres.
Asunta tomó la caja y la depositó en un rincón del cuarto. Reacomodó los platos y se dispuso a servir la comida.
- Nosotros ya no vamos a salir de pobres a esta edad en que lo mejor es salir de vivos. Además cualquier cosa que se encuentra es porque está perdida. Y lo perdido alguien lo vuelve a buscar.
Luego de tantos años de compartir la vida, el hombre reconocía los momentos en los que era mejor no insistir. Resignado se sentó a cenar, parloteando sobre las cosas que podrían comprar con la venta del contenido de la caja. Quizás podría dejar de trabajar, quizás podrían mudarse a un barrio sin tanto barro ni tanto pobre.
Asunta se contagió de su ansiedad, no por la esperanza, sino para demostrarle que sería mejor devolver la caja al mismo canal y olvidarse del asunto. Cuando recién se casaron ella era la que mantenía el hogar lavando la ropa de los vecinos. Cuando Anibal sentó cabeza y consiguió el puesto en la fábrica de papel, ella pudo dejar de lavar para criar los cinco hijos que llegaron uno tras otro. Ahora habían partido todos en busca de mejores condiciones de vida y ella se quedó para cuidar a su hombre. Nunca tuvieron una desavenencia seria y ahora no sería la primera vez.
Cuando recogió los platos, ella misma tomó el paquete y lo volvió a poner en la mesa de comer, lavó un cuchillo y desgarró lentamente la cinta de seguridad. Anibal, la miraba inquieto, sin atreverse a ayudarla, quizás para hacerla definitivamente cómplice del hecho.
Asunta comenzó a sacar y sacar bolitas blancas y diminutas del fondo de la caja. Tanto sufrir para encontrar nieve de árbol de navidad! De pronto encontró el pequeño envoltorio, estaba escondido entre la mixtura blanca. Era pequeño, pesado, cuadrado, envuelto en periódicos del martes pasado, y reforzado con bolsas de plástico. La mujer lo depositó sobre la mesa, tomó la caja grande y la arrimó a un rincón. Luego volvió, se sentó junto a Anibal y quedaron mirando intrigados el paquete sobre la mesa.
- Si quieres lo vamos a devolver, pero debemos ver el contenido para saber a quién -susurró finalmente Anibal. Con manos temblorosas tomó el mismo cuchillo y comenzó a desgarrar el papel que finalmente cedió y se desparramaron sobre la mesa de comer los fajos de billetes. Incrédulos intentaron tomarlo porque no podían concebir semejante monto. De pronto, quedaron con el ademán a medias pues habían visto, en medio de los billetes, dos bolsitas conteniendo un polvo blanco. Anibal no lo había visto nunca antes, pero inmediatamente pudo identificar su contenido:
- Hay, vieja. Esto es cosa de narcotraficantes - se asustó.
- Te dije que no se debe encontrar las cosas perdidas. Los narcotraficantes volverán a buscar la caja y luego te buscarán a ti y te matarán -gimió Asunta.
Tampoco en ese momento Anibal sintió el presagio funesto revoloteando por la habitación. Estuvo varios minutos dando zancadas furiosas de una pared a la otra del cuarto, mientras Asunta lo miraba esperando una decisión. Finalmente fue ella la que comenzó a recomponer el paquete, luego fue hasta el baúl del rincón y sacó un trozo de tela con la que lo envolvió, dejándolo nuevamente sobre la mesa.
- Si es cosa de asesinos, hemos de salir de él -dijo finalmente.
- Si vuelvo a dejarlo al canal, estarán ahí buscando. Debemos esperar para que no sepan que fuimos nosotros, o botarlo en algún lugar -Anibal miraba pensativo el envoltorio-. Podemos ocultarlo y cuando todo se calme y las personas se olviden, nos lo llevamos a otra ciudad.
- Podemos ocultarlo hasta que veamos la forma de salir de él -insistió Asunta-, no quiero dinero dos veces mal habido.
Anibal comprendió que la mujer tenía razón. Nunca podrían disfrutar esa fortuna si llevaban ese cargo de conciencia. Entonces tomó el paquete y lo enterró debajo de la cama.
Sentado junto a la mesa de comer, con Asunta fregando los platos de la cena, Anibal tomó una determinación.
- Esperamos que pasen unos días y lo llevamos a botar al canal. Y no se hable más del asunto.
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- Nuestra única opción es entregarlo a la policía y explicarles como lo encontramos y por qué no lo devolvimos antes -dijo Asunta mientras se acomodaban para dormir.
Había pasado una semana. No volvieron a hablar del asunto, pero ni por un minuto dejaron de pensar en el paquete. El miércoles la policía apresó a dos jóvenes que transportaban cocaína en un vehículo robado. Sin comentarlo entre ellos, dieron por hecho que este paquete era parte de la carga.
Asunta temía que llegaran a buscarlos y que mataran al viejo. Comenzó a mantener la puerta con tranca y corridos los viejos visillos de las ventanas. No salía después de la seis de la tarde y a cada momento atisbaba por las rendijas hacia la calle.
Anibal leía todos los periódicos esperando encontrar alguna nueva noticia sobre los hechos. Los jóvenes estaban encarcelados y se esperaba se les procese en el menor tiempo posible.
Anibal andaba en las nubes en el trabajo. A un cliente le entregó el pedido cambiado, y olvidó cerrar la puerta. En la fábrica no sabían qué le pasaba. Le preocupaba ver a su mujer tan asustada, no quería tocar el tema para no asustarla más, pero sabía que ella sabía todo sobre las noticias por la radio. Veía enemigos en todas las personas, empezó a desconfiar de sus compañeros de trabajo, de sus amigos, de las personas que se sentaban junto a él en el ómnibus. A veces cambiaba de bus dos o tres veces, sin necesidad, antes de llegar a casa.
- La policía nos va a decir muchas gracias y se quedará con el dinero. Para entregárselo a otro ladrón prefiero quedarme con el paquete -se alteró Anibal ante la propuesta de Asunta.
- De todas maneras nos van a encontrar. Ayer ví a personas desconocidas rondando por el barrio. Están esperando que hagamos algo que nos descubra. Te van a matar y yo no voy a tener dinero ni para pagar tu entierro -gimió la mujer.
Anibal no contestó, apagó la luz, y le dio la espalda.
El coronel Mansilla tenía a su cargo a los dos jóvenes presos. En los últimos tiempos el tema de la cocaína era cosa de todos los días. Con estos arrestos se ganaban medallas y ascensos aunque rápidamente quedaran libres los implicados. El estuvo presente las tres veces que interrogaron a estos. Para hacerlos hablar les molieron los huesos a golpes, pero los muchachos no se quebraron y no cantaron ningún nombre. Ahora habían pedido hablar con él a solas. El coronel Mansilla estaba seguro que intentarían canjear su libertad por el nombre de alguien importante. Que se jodan. Todos se quedan aquí y yo me gano el ascenso.
La cárcel era un recinto viejo, lleno de ruidos extraños y olores centenarios que contenía tres veces la cantidad de presos para su capacidad. Los muchachos estaban en una celda con cinco presos más por diversos motivos. Había un tipo encarcelado por maltrato a su mujer y otro que entró por borracho hacía tres meses y aún no lograba una audiencia.
La carga de cocaína que llevaban era parte de un cargamento que finalmente llegaría a Filipinas, usando todas las vías conocidas de transporte. Si los habían agarrado, era mejor no volver donde el jefe pues el castigo sería peor que quedarse encerrados en ese antro.
Cuando el jefe los llamó para tener la reunión a solas, respiraron aliviados sabiendo que lograrían convencerlo para poder huir a donde nadie fuera a encontrarlos.
- Bueno cabrones, o me dicen quién es el jefe o los muelo a palos nuevamente -bramó el coronel Mansilla. Estaba acaballado en una silla, en un cuarto vacío. Los muchachos se miraron, el más joven tomó la palabra:
- No podemos dar nombres mi general. La persona que usted busca también nos está buscando. Para matarnos. El que pierde la carga, no sale con vida. Pero tenemos otra propuesta para usted. Si nos permite escapar, sin que nadie se entere de manera que podamos huir a otra ciudad o al campo, o donde no nos pueda encontrar ni la justicia ni el jefe, nosotros le damos un fajo de billetes más grande que el que usted haya visto nunca.
El coronel Mansilla se quedó boquiabierto. Qué cabrones, pensar que querían comprarlo. Cuánto es un fajo de billetes? Los salarios de la policía no son los más altos. Cuánto es un fajo de billetes? Tal vez estaba en posición de fingir que aceptaba el intercambio y luego de recibir el fajo de billetes -¿?- aplicarles la ley de fuga. Finalmente una cantidad así de dinero se puede compartir con alguien que apoye su versión.
Cuando las voces de las radios locales retumbaron en todas las esquinas dando la noticia bomba de los dos jóvenes muertos por intentar huir de la justicia, Asunta, decidió que ya no era posible esperar.
- En la otra cuadra esta la Iglesia del Mesías Omnipresente. El Pastor, que es el brasilero Joao, nos ayudará con esto – sentenció muy segura.
- Si, el viejo Joao que predica que todas las jóvenes vírgenes deben pasar una noche con él – se burló Anibal. Pero luego de pensar un poco, decidió que podía ser una buena idea. Al fin de cuentas un Pastor de cualquier iglesia debe saber mucho de las cosas del mundo.
Asunta y Anibal tomaron el paquete de debajo de la cama y fueron a visitar al Pastor. Luego de las explicaciones mostraron el contenido y a insistencia de Joao lo dejaron todo por esa noche, para que pueda pedir iluminación al Señor.
Joao no era un Pastor de mucho mundo. Es más era un estafador que descubrió que a la gente pobre es muy fácil manipularla con la espiritualidad. A solas con el contenido del paquete, abrió cuidadosamente una de las bolsas con polvo blanco y lo olisqueo con cuidado. Si, estaba seguro, era salicilato o no se qué cosa que se usa en los empaques para resguardarlos de la humedad. Estos viejos ignorantes no se han dado cuenta que solo es un empaque de dinero de algún camión blindado del banco, y además se han asustado por las noticias de los narcotraficantes. Esto es solo una bendición del Dios Omnipresente a su fiel Pastor Joao.
A la mañana siguiente, cuando Asunta y Anibal se levantaron para prepararse para visitar la Iglesia del Mesías Omnipresente, Anibal no sintió cómo el presagio de tragedia huía por la ventana. Se vistieron con sus ropas de siempre y fueron a la iglesia. Al acercarse notaron que algo pasaba. Un gentío estaba reunido en las puertas de la iglesia.
- Qué es lo que está pasando? – preguntó Asunta a las vírgenes que lloraban en la puerta.
- El Pastor se ha ido – dijeron -. Ha dejado una nota anunciando su ascenso a los cielos.
Asunta y Anibal respiraron agradecidos, por fin se terminó la tragedia, se arrodillaron en las puertas de la iglesia, imitados por las vírgenes gimientes, y oraron agradecidos al Dios Omnipresente por haberles hecho el favor de conjurar el mal agüero y dejarlos volver a vivir en paz.
Fin
(11/2006)
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