El Fósforo
Tantas veces había ofrecido ayudarle en la cocina, que esa mañana su madre, luego de sonreír, suspiró, rendida. Le dijo: “Está bien. Saca un fósforo de la caja”.
El pequeño obedeció al instante, emocionado. “Ahora tienes que deslizarlo rápido por el borde de la caja, por el quemador”. El niño frunció el ceño y se quedó escudriñando el fósforo que sostenía con ambas manos, sin entender. “Ese rectángulo negro. Por ahí”, indicó su madre. Lo intentó una vez y no pasó nada. Luego otra vez y se le quebró. Miró a su madre con los ojos muy abiertos. Cogió otro y a la tercera lo consiguió, y al ver la repentina y diminuta llama aparecer en la cabeza del fósforo, el pequeño se asustó y soltó un breve grito agudo. Alejó exageradamente el rostro del fósforo, casi soltándolo, pero lo mantuvo. “Bien, bien. Ahora ven, acércate”. Pero el niño no atinaba, absorto con la llama encendida flameando suavemente como una bandera de fuego. Temiéndole a la llama encendida flameando como una bandera de fuego y que la calentaba la mano.
“Te vas a quemar, pásamelo mejor”.
¿Abuelo? ¿Me vas a dejar a mí esta vez?
“Te vas a quemar”, escuchó el abuelo muy a lo lejos, como si su madre le hablara muy a lo lejos.
No, no, no, respondió, contrariado, algo temeroso, volviendo en sí.
Te vas a quemar, pásamelo mejor, m’ijito.
Carraspeó un poco y, sin perder más tiempo, el viejo apoyó el fósforo junto a la cocina y la encendió. A su lado su nieto lo observaba desilusionado, con la cabeza gacha.
Otro día te enseño, estás muy pequeño aún.
joo
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