¿Qué se hace cuando los días,
se extienden al infinito,
y el color grisáceo de los atardeceres
nos recuerda la fugacidad de la vida
y la inminencia de la muerte?
¿Qué sentimos cuando la vida
parece un esperpéntico laberinto sin salida,
un retorcido juego donde la victoria es sólo
momentánea, y la derrota inminente
amenaza con reducir las ilusiones
a meras quimeras de ensueño?
¿Por qué el placer dura sólo un instante,
y su recuerdo nos atormenta durante
las interminables jornadas de pesadumbre
y buscamos sofocar el tedio con vanas esperanzas,
llenamos el corazón de deseos insatisfechos,
mientras el dolor nos consume, y no da tregua
su inevitable presencia?
¿Qué consuelo le cabe al día,
si debemos abandonar nuestro templo onírico,
donde retozamos en el calor de las cobijas,
para perseguir un día frenético,
donde los ideales se convierten en pragmatismo,
y los sueños se evaporan, como una gota de prístina agua,
en el colosal desierto de las ambiciones desmedidas,
y el egoísmo decantado?
El ancestral miedo a la muerte se ha trocado en temor de la vida,
de vivir una plétora de sufrimientos indescriptibles,
y de padecer el abismo interior,
que colma los espacios con su presencia,
se dilata por las fibras corporeas y llena la mente
de funestas tribulaciones,
convirtiendo cada día en un duelo,
y cada noche en un inmarcesible cielo...
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