Las hormigas lo acechaban. Hacia ya varios días que iban de un lado a otro en su estrecha habitación. Algo se proponían, pero no sabía qué. No podía comprender cómo había tantas, si nada de comer tenía ahí, ni un dulce, ni un gramo de azúcar. ¿Qué sería entonces?. Algunas veces se subían por sus manos y no se daba cuenta hasta cuando sentía un leve cosquilleo. Sí, probablemete, era una muchacho del que se desprendía una gran ternura y cada vez que se lo decían se enojaba. Realmente le molestaba, decía que no era así, que -en verdad- era malo. Que nadie le haría creer lo contrario, porque era algo que no se podía ver, así como la fé. Nada haría que su dulzura se manifestara de una manera concreta.
Pero un día, sin darse cuenta, encontró la prueba de aquella característica que, según sus amigos, familiares y hasta desconocidos, era tan notoria. Y ahí estaba, en todo su esplendor, en su cuarto, en sus paredes, en sus manos. Multiplicada en diminutos seres que recorrían todo el lugar.
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