Apenas si podía mantenerme de pie, la hemorragia era masiva y el dolor me doblegaba a pesar de los pocos cubos de hielo que rescaté de la tina en aquel motel donde de pronto desperté. Entré a tumbos en la sala de emergencias, aferrándome a batas blancas y lentes que no podían ocultar las miradas de asombro. Tras un cocktel de calmantes y estimulantes en presentación de jeringa, un breve examen determinó mi condición: Necesitaba un transplante, urgente. No por daño del órgano, ni deterioro o traumatismo; simple hurto. Un segundo examen, mas financiero que clínico, había diagnosticado la clonación de todo mi crédito. Gritaba preguntas y giraba órdenes, que eran respondidas con el silencio hipócrita de un juramento que solo se aplica a quien pueda pagar por él. La adrenalina e indignación pudieron mas que la incredulidad, así que de un brinco llegué al cyber junto a la sala de espera, desde donde envié millones de emails patrocinados por un generoso magnate de la informática, y así reunir la cantidad suficiente para saldar la intervención. Ya en el quirófano, el olor etéreo solapó el de la jugosa víscera de segunda mano que reposaba a mi lado, y en cámara lenta se fueron apagando mis ojos bajo la luz de reflectores y filosos brillos acerados. Un instante de seis horas mas tarde, desperté atontado. Tubos y mangueras entraban y salían de mi cuerpo, transportando los fluidos de mas y de menos que me mantenían con vida. Lo había logrado, pensé aliviado. En ese momento no podía saber lo fútil de tanto esfuerzo por sobrevivir, pues a la postre sería vencido por el virus del incauto donante, que jamás leyó la nota de bienvenida que acompañaba a la aguja ensangrentada en aquella butaca del cine.
Cuéntaselo a tus amigos.
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