El cuento de esta noche empieza como muchos de “esos” cuentos: un niño, una niña y dos miradas.

En él no hay palabras que no hayan sido escritas antes y mejor, se compone de trillados encuentros y desencuentros; a su favor podemos hablar de las increíbles coincidencias que endulzan sus capítulos.

Cuando se es adolescente los sentidos tienen una agudeza especial, queremos más, sufrimos más, en cada beso se nos va el alma; talvez eso explica el drama y la epidemia de corazones rotos. Dos o tres palabras son suficientes para edificar historias que permanecen por toda la vida.

Este cuento -y cada uno de sus detalles- está celosamente guardado en mi caja débil.
Como abrirla nunca ha sido lo difícil, sin reparo alguno selecciono un capítulo -de los últimos- mientras unos ojos miel enmarcados en una dorada melena me escuchan atenta.

El niño y la niña, convertidos en abogado y doctora, después de varios años de silencio, coincidían en el mismo vuelo rumbo a casa. Para superar esta broma del destino, acompañaron con algunos vinos la conversación que sostienen los extraños, el clima, los trabajos, el rumbo de sus vidas.
La complicidad permanecía inmóvil, terca entre sus miradas y su piel. Evadir los temas pendientes era imposible, tenían heridas que sanar y rencores por borrar. Sabían que lo intentarían una vez más.
Vivieron muy felices… hasta que la realidad -que siempre se hace presente- se encargó de recordarles que entre ellos lo difícil era permanecer y llenar con hechos las palabras. Así que nuevamente el niño y la niña anduvieron por cuentos distintos.
Pasaron dos inviernos, tal vez la crudeza del último fué lo que abrió la caja débil. No sabemos.
En esta ocasión ella no esperaría al destino y tomó el riesgo de confesar lo que sólo había pensado. Para su sorpresa, todo resultó mejor de lo que imaginaba, vivía por fin el cuento de hadas.
Pero pasó por alto que no bastan las coincidencias, ni las ilusiones, ni los instantes de magia. Es necesario que príncipe y princesa se miren de frente y al mismo tiempo.
En esta ocasión fue él quien no pudo, o no quiso coincidir, y con desgarrante civilidad, finalizó algo más que un capítulo.

Así termina este cuento, como muchos, con un instante que divide lo que fue uno.

Por hoy resisto la tentación de decirle a mi interlocutora que es mejor un príncipe cuando no es azul, de ser posible que no sea príncipe, que tenga manos fuertes para trabajar y delicadas para sostener; que conozca de responsabilidades y deberes; que una boda es mucho más que un final o un destino al que “hay que llegar”.
Que las historias son mejores que los cuentos.
Que esperaba que en su vida viviera el amor, el de sus papás, el de los amigos que irán llenando su vida, el que da una profesión.
Que cuando esté lista, en su corazón se dibujen historias de amor, algunas inocentes, otras menos…
Que cuando la lastimen sea sólo lo necesario para aprender lo que hay que aprender.
Que conociera un amor profundo y generoso y que sea por siempre feliz, aunque sus historias no vengan llenas de hadas como los cuentos que le hemos leído.

Tal vez más adelante –pensé-, por esta noche le contesto a mi princesa que sí, que yo también tengo un príncipe azul como el de Blanca Nieves.