Estuve en el consultorio del médico.
Fui sólo por una receta, pero el sádico tuvo el gusto de decirme que yo necesitaba rebajar treinta kilos o no lograría llegar a los 40 años de vida. Tengo 39, así que tomé en serio las palabras del doc.
Debía ponerme a dieta, una dieta rigurosa que me ayude a rebajar treinta kilos en tres semanas, porque en tres semanas cumplo cuarenta…
Por eso estoy encerrado en este cuarto, bajo llave, sin ventanas. Nadie sabe que estoy aquí, sólo el conserje del edificio que cerró el candado por fuera y que prometió regresar en tres semanas a liberarme. Hace quince horas estoy aquí.
Cuando decidí tomar esta medida drástica lo hice obligado por el miedo a la muerte y porque no tenía hambre.
Calculé la comida para tres semanas; comida de dieta forzada y dura: diez kilos de manzanas, cinco kilos de zanahorias y 20 litros de agua. Nada más.
No tomé en cuenta la opción de que el hambre se iba a revelar y que mi voluntad es débil, una voluntad de gordo glotón.
Faltan casi las tres semanas completas y ya sólo me quedan seis manzanas, un poco de zanahorias y unos cuantos litros de agua. La desesperación y el ocio no dejaron que la boca estuviera tranquila ¿Por qué mierdas no metí un televisor al cuarto, o por lo menos una radio? Ni siquiera un libro.
Ahora estoy aquí, con el hambre más terrible de mi vida, desesperado y casi sin comida.
Nadie vendrá a sacarme en las tres próximas semanas.
Tengo hambre.
Las manzanas ya se acabaron, las zanahorias también, y el agua sabe a mierda.
¿Y si el doctor se equivocó? ¿Si no muero a los cuarenta sino más tarde? ¿Por qué no me la tomé con calma?
Esta puta compulsión siempre me metió en problemas y este problema es grave, muy grave.
Mis deditos, tan gordos y carnosos… Si la situación se pone fea… Mis deditos… Uno a uno…
¿Qué sabor tendrán mis deditos?
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