Aquella noche, cuando me prestaron el caballo para llegar al otro pueblo alejado a dos horas de galope, no me imaginé que obtendría algo para contar.
Estaba perdido en esas zonas pelonas y sin electricidad, en un pueblo mísero, prestando mi servicio social como doctor. El pueblo más cercano quedaba a dos horas de galope, como dije antes, y era al que me dirigía ahora, para atender el paro cardiaco de una viejita. Sabía desde un principio que iba a llegar tarde, pero los del pueblo, todos familiarizados entre si, me la tomarían a mal si no me hacía el preocupado, así que me monté en el caballo y nos lanzamos al monte, a galopar sobre el camino de piedras, en la plena oscuridad de una noche sin luna.
Llegué al pueblo, un poco retrasado porque el caballo se alocó cuando vio una yegua pastando por el camino. A duras penas y con hartos madrazos logré mantenerlo en la dirección.
La vieja había muerto. Tomé un trago de aguardiente, subí al caballo, me despedí de la gente y galopamos de regreso, en la madrugada. Me ofrecieron dormir en el pueblo, pero negué la invitación porque al otro día debía vacunar a los niños del otro pueblo…
En medio del camino el caballo se puso inquieto; resoplaba angustiado, lanzando las patas con violencia. De repente, de entre los matorrales, salieron dos niños. Uno como de doce años y el otro quizás de tres. A pesar de que la noche no tenía luna y yo no podía ver ni el caballo en el que venía montado, divisé los rostros de los dos pequeños, con claridad absoluta… nunca más he visto unas miradas tan tristes y solitarias como las de esos pequeños. Les pregunté que a dónde iban y el mayor me dijo que a casa. Luego siguieron su camino y yo el mío.
Cuando llegué al pueblo el viejo que me había prestado al rocinante sintió que la bestia estaba inquieta, tenebrosa. Me preguntó si había maltratado al animal y le dije que no. El viejo quiso saber los detalles del viaje, porque el caballo no dejaba de resoplar. Cuando le comenté el encuentro con los niños se hizo la señal de la cruz repetidas veces y exclamó una oración a la virgencita.
Tiene suerte de seguir vivo, porque los cadáveres de los que han visto a esos niños se encuentran seguido por el camino. Se dice que mueren por querer llevar a esos niños a casa, creyendo que están extraviados… ¿Y están extraviados?, le pregunté al viejo… No, esos niños son fantasmas, almas en pena; mire, hace muchos años vino el dueño de una hacienda con su esposa y sus dos hijos. El niño más pequeño se extravió un día, jugando a las escondidas. El hijo mayor salió a buscarlo, y en aquella época no existían caminos y la región estaba tupida de árboles. Los dos se perdieron, dos semanas después fueron encontrados, agarrados de la mano. Murieron de hambre y sed…
Chingaos, el viejo se fue a dormir y me dejó con el cuento de fantasmas en la cabeza. Bueno, por lo menos salí vivo de esa. Me salvó la indiferencia hacia la pena de los otros.
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