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EL TRATO

Dejó retumbar los pasos en la fría noche entremezcladora de sombras sin hacer ningún intento por amortiguar aquel sonido ahuyentador de gatos vagamundos. La calle, vacía, semejaba una larga plataforma que iba cerrándose en torno a la oscuridad hasta formar, allá a lo lejos, una especie de bóveda que terminaba adosándose a la lejana pared de negrura total. Las cuatro bombillas de bajo voltaje y su raquítica luz, apenas alcanzaban a reflejarse sobre los orines de perro que jalonaban las oxidadas bases de las farolas y mostrar, amenazantes, los agujeros abiertos en algunas de ellas por la herrumbre, señal inequívoca de su cercanía al mar.
No pudo reprimir un escalofrío que ni el recuerdo de las muchas vicisitudes vividas consiguió aliviar; encendió un cigarrillo, buscando en aquel gesto el valor que comenzaba a faltarle. Necesariamente, debía introducirse entre la densa niebla de aquella especie de túnel del tiempo. Necesitaba llegar cuanto antes al otro lado, cerca de las farolas renovadas año tras año, cerca de las bombillas de doscientos watios, cerca de la Tierra Prometida. Como un niño asustado, se preguntó si tenía que seguir adelante. Sí; tenía que hacerlo; debía hacerlo; y se escudó en su obligación para con ella, para consigo mismo, en un vano intento de olvidar que no sólo era el temor a la oscuridad, sino que aquello que iba a consumar, aunque era un medio rápido e infalible para liberarles de la miseria, repugnaba profundamente a sus más íntimas convicciones.
Todos aquellos años de honradez, conformismo y educación, sólo habían conseguido irle introduciendo más y más abajo; y Amalia estaba agostándose por días. Perdido el brillo de su tez y la dulzura de sus ojos, ahora se hallaba en trance de perder también sus más preciados tesoros: la bondad, la serenidad, la sonrisa… Y él no podría resistirlo. Por ese motivo, para evitarla, y evitarse, tocar fondo, se había avenido a trasladar el paquete al otro lado de la calle, pese a contradecir con esa acción su hasta ahora inconmovible modo de pensar y actuar. Con el dinero que iban a darle, podrían comenzar una nueva vida lejos de la agobiante y maldita ciudad que todo lo engulle y estropea. Además, por un solo pase, ¿quién iba a enterarse? No le había dicho nada a Amalia, no se lo habría consentido. Amalia argumentaba que su amor estaba por encima de determinadas miserias; que si la vida, o Dios, o quien fuera, había dispuesto que las cosas rodaran así, sus motivos tendría; que no es válido cualquier medio para llegar a un fin, por muy lícito que este fin se considere; que prefería morir antes que vender su alma al diablo de las calles… Palabras, al fin y al cabo, poco solucionadoras de la dura realidad de todos los días…
El disparo llegó sin avisar. Sintió, confundida con el ruido de la pólvora al explosionar, una especie de leve pedrada sobre el hombro derecho y, casi simultáneamente, un segundo golpe, esta vez certero y de parecida intensidad, a la altura del corazón, que le hizo caer al suelo dentro del más absoluto desamparo. Después, notó como su cerebro iba apagándose a semejanza de la llama de la vela consumida, aunque no con la suficiente rapidez como para evitarle contemplar el curioso modo en que se desparramaba en torno a su cuerpo toda aquella multitud de granos de arena, quizás provenientes de la cercana playa, desprendidos del agujero abierto en el pretendido paquete de cocaína por la misma bala que acababa de darle muerte, mientras escuchaba, como difuminada en la lejanía, la voz de triunfo de su matador, -igual a la del hombre que aquella tarde le propuso el trato-, dirigiéndose a un hipotético rival:
“Con éste llevo cinco pobres. Te gano por dos, gilipollas.”

Carlos Guerrero
23//1//2004



Texto agregado el 01-02-2004, y leído por 226 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
04-02-2004 Impecable, y vaya con la competencia. Además de conformar al final el círculo que persigue tu historia, me impresionan las fotografías de los paisajes mentales. La pulcritud del trazo escrito denotan tu oficio, y eso mal que mal se puede adquirir con tiempo y pujanza. Lo que nó, es la fidelidad a lo universal del sentir humano (y bien humano), de los diversos actores que rigen nuestras pobres vidas, y la capacidad de urgar en nuestras interioridades y aprendizajes, los recovecos mentales verosímiles con que revistes a quienes pintas en tu relato. venicio
 
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