Dicen que se educa el gusto, que se educa también la mirada. So pretexto un grupo snob y minoritario, siempre con mucho dinero, se dedica a engullir pescado crudo o bien a contemplar una obra de arte que consiste en un montón de papas pudriéndose. Soy contradictoria, pues el pescado crudo me despierta algún interés, pero los snobs me son repulsivos –aún si acabo compartiendo alguno de sus criterios.
Ese viernes habíamos tomado muchas cervezas en la vereda de un kiosco y no muy decididos emprendíamos el regreso. Pero nos topamos con un bar lleno de mesas de pool. Entramos. Se trataba del comedor de un club, auspiciado –rezaba una de sus paredes- por Fécula de Mandioca Don Gepo. Se trata de una harina que se usa, en estos rincones de la geografía, casi exclusivamente para hacer chipá –unos bizcochos de origen indígena que también llevan queso. En una de las mesas, de frente a un ventilador industrial ruidoso y a la pantalla llena de robots asesinos que emanaba Cinecanal, un hombre estaba echado en su silla tomando cerveza. El hombre tenía la impronta de una fotografía: la carga de una imagen que se presenta inmóvil, que está allí siempre, inalterable al paso del tiempo. A los pies del viejo, redundando en la sensación de la escena, se adormecía un perro.
No supe cómo, quizás tampoco muy bien por qué, pero estuve segura de que esa estampa debía ser plasmada en unas líneas. Me invadió la certeza de que estaba, una vez más, ante los caprichos de esa cosa informe que suelo llamar poesía. Prejuiciosamente, lo siguiente que sospeché fue que ningún snob compartiría el sentimiento. Me preocupa que la educación del gusto no considere la chillona textura de la fécula de mandioca arrastrándose entre los dientes; que la educación de la mirada no se enfoque en los pliegues de la piel borracha de quienes habitan ese tipo de bares donde el chipá se apropia del marketing y no al revés.