Los vehículos rodaban con sus pies de goma, intentando ser silenciosos sin conseguirlo. Obedecían dóciles a los semáforos y llenaban ambas direcciones de la Alameda.

Un sol dominguero y feliz disparaba haces de luz diamantina por las copas de los tupidos pinos, hermoseaba el verde césped del parque y cumplía de sobra con las flores, dándoles lo necesario para que sus pétalos atrajesen a abejas y mariposas.

Bajo una tupida sombra, cinco personas se movían al unísono en un ballet a cámara lenta. Imitando a pájaros, dragones, guerreros con espada... ajenos a las miradas de niños y adultos en un intento vano de interpretarlos.

Un numeroso grupo de jóvenes medio disfrazados de demonios de cómic cómico, montaban despacio, los tenderetes y entablados que servirían más tarde para hacer reír a los críos y venderles golosinas y máscaras, confeccionadas por ellos mismos, para la noche de Halloween, importada de los EEUU (¿No suena a lamento de difunto?).

No se podía mirar a si misma, pero se imaginaba con una silueta preciosa, embutida en un traje de licra negro, una chaquetilla y una melena de cabellos largos y ensortijados color madera de cerezo, que volaban al viento provocado por su patinaje alrededor de la inmensa fuente. La muchacha se sabía mirada y admirada. El viento lo bebía, mientras braceaba con suavidad.

Bicicletas, muchas bicicletas con niños, adultos, jóvenes, mamás con sillitas donde llevan a sus bebés, ciclistas de carreras, con casco aerodinámico y traje ajustado. Timbres que suenan, rasgueo de pedales y cadenas.

Perros. Hermosos perros de raza: Siberian Husky, Dogo, Pastor alemán, Caniche, Shnahuzer, Alaskan Malamute. Dueños de los perros arrastrados por ellos, por sus ganas de jugar y no poder más que en los lugares habilitados para ello.

La gente se paseaba la mañana del domingo alrededor de la gran fuente, huyendo de las miles de gotitas llevadas por el aire.
La Barcarola blandía sus notas barrocas. Cientos de chorros de agua brotaban impetuosos del interior del estanque al ritmo de sus acordes. Abanicos enormes de agua daban paso a largos hilos inclinados que cedían, se amortiguaban o crecían en fantástico espectáculo visual y auditivo.

Bajo el puente medieval, otro estanque y dos pasos, para caminantes y ciclistas, entre sus angulosos ojos de piedra y, bajo ellos, cinco hombres sentados o tumbados sobre viejos y sucios colchones bebían vino en brik, entre carcajadas húmedas y ensalivadas palabras eslavas. Inmigrantes del Este que reían por no llorar ante la mirada de soslayo de los ciclistas y transeúntes. El ojo del puente era su castillo, su almena protectora.

Salí del parque y caminé de nuevo por la Alameda. La procesión de vehículos no había menguado. Paso de cebra. Pasaba solitario entre árboles centenarios y allí estaba; azul y amplia, temerosa y perdida la mirada de un joven con ropas que estuvieron limpias un día, una mochila con todas sus pertenencias y unas piernas fuertes, indecisas, sin rumbo. Sus ojos delataban el ahogado grito de su alma: “Estoy solo en esta ciudad. No conozco a nadie. No tengo donde ir. No tengo dinero. Estoy perdido. No entiendo lo que hablan. No quiero buscar soluciones que no me enseñaron mis padres. Y, ahora, QUÉ?”

Llovió copiosamente en mi corazón diluyendo la acuarela de la mañana del domingo.

Esperanza, tíñeme de verde el mañana y que sea próximo porque el hoy está vestido morado de tristeza.



¡¡¡Feliz cumple, Claraluz!!!