Entró en su apartamento y cerró la puerta con fuerza tras de él, como queriendo dejar fuera a alguien que le viniera pisando los talones. Si quisiera escapar de una persona, se sentiría bien en su hogar, con la puerta cerrada con el seguro puesto; pero no huía de nadie, talvez de sí mismo.
El sudor había mojado su camisa verde por debajo de los brazos y en su espalda; las piernas tenían la sensación de estar invadidas por miles de hormigas y casi estaban logrando entrar en su ropa interior. Casi podía decir que el miedo estaba en vías de convertirse en pánico.
Encendió la luz y dejó las llaves en la mesita de al lado del sofá; aún le seguía pareciendo increíble cómo se pudo quitar el mal hábito de tirarlas al sillón desde que comenzó a vivir solo.
Llegó al refrigerador y sacó una botella de agua fría. Bebió hasta que el dolor le castigó en la frente y apretó los dientes y los parpados mientras se recostaba contra la pared. Dejó caer un chorro de agua en su cabeza, nuca y hombros y sintió como el dolor de la frente casi dejó de sentirse mientras el frío descendía por la espalda y el pecho. Las hormigas marcharon en retirada cuando un chorrito frío llegó hasta los genitales; casi dio un salto cuando otro bajó por entre las nalgas. Pero el miedo no se iba.
Habría sido bueno que el perro llegara en ese momento con el rabo agitándose de lado a lado y le colocara las patas delanteras en el vientre para darle la bienvenida. Talvez sí debió pasar por alto lo bello del apartamento y buscar uno donde le permitieran tener una mascota.
El frío del agua desapareció muy rápido y no le ayudó a detener ese inquieto revoloteo que persistía en su mente. Cuando apareció por primera vez pensó que quizás se debiera al repentino cambio de vida; cambio de ciudad, cambio de rutina, empezar desde cero en un nuevo ambiente; sería fácil perder el control si no se esforzaba. Pero ahora le parece que no era esa la causa y desgraciadamente no tenía ni idea de una posible causa.
Se tiró en el sofá y por rutina encendió el televisor. Había cambiado muchos hábitos para tratar de desaparecer el desorden que invadía su mente de vez en cuando: no más alcohol, no más tabaco y por supuesto, adiós a los porritos anti-stress. Lo último no le costó mucho, talvez uno al mes (que bueno es) no le convertía en un adicto. Pero dejar los vicios no arrancó el horrible sentimiento que le inundaba.
Ocupó su tiempo libre, hizo deporte, durmió más y comió mejor; pero no, no había nada que pudiera apartar el enorme deseo de matar que llegaba a él de manera espontánea y cada vez más desconcertante y en los momentos menos imaginables. Lo peor era que últimamente le costaba más ignorarlo.
Cualquier momento y situación era caldo de cultivo para las horrendas imágenes que ilustraban su deseo de matar a quien estuviera frente a él, fuera una persona conocida o no. Una plática, un saludo, una negociación o un cruce de miradas; no había preferencia ni límite para el psicópata que se estaba alojando y acomodando en su interior. A veces hasta sentía que ese fantasma que le acosaba se movía con libertad dentro del apartamento mientras le platicaba de más de cien maneras de derramar la sangre ajena. Su voz inaudible de vez en cuando llegaba a hipnotizarle y se sorprendía haciendo cosas que no recordaba desear hacer, como la vez que buscó en Internet sobre las costumbres vampirescas que alimenten la historia del famoso conde de la antigua Transilvania.
Pero cuando más se sorprendió y atemorizó fue cuando le pareció despertar de un letargo, al volante de su carro y con una nueve milímetros al lado del asiento. Cuando buscó en sus borrosos recuerdos le pareció ver una grabación casera de la compra del arma en un callejón lleno de basura, ratas y drogadictos envueltos en nubes de crack.
Dos semanas habían pasado desde ese día y no había conseguido el valor ni la forma de deshacerse de ella. De vez en cuando sentía por las noches que el arma le llamaba desde la caja donde la había puesto dentro del armario; la sentía llamarle y su mano parecía pedirle a gritos que la llene con el metal negro de la Beretta que le quitaba el sueño.
Sintió deseos de gritar mientras se revolvía en el sofá. Su desesperación estaba llegando al máximo. Esa noche había sentido que su sentido común y su cordura le lanzaban el ultimátum (¿o sería una súplica?) de que si no encontraba solución, ambas terminarían por dejarle y el asesino tendría por fin apoderarse de él. Recordó entonces las películas sobre el Dr. Jekyll que había visto en su adolescencia y se preguntó si alguna vez el doctor habría tomado en realidad su brebaje, o si resultaba que el hijo de puta de Hyde había salido simplemente de la nada, como le estaba pasando a él. No sabía nada de doble personalidad, pero no le gustaba para nada la idea de que le pasara a él; porque si malo es cuando el segundo personaje es inofensivo, el que ahora su cuerpo vaya a ser compartido con el sucesor de Charlie Manson no le llenaba mucho de visiones de un buen futuro.
Una vez vio un documental sobre la violencia entre los chimpancés; a inicios del nuevo siglo se habían obtenido pruebas de que el animal que comparte el noventa y ocho por ciento de los genes con los humanos, mata por placer. Las imágenes mostraban a “monos patrulleros”, persiguiendo y copando a un solitario monito que cometió el error de andar solo donde no le llamaban, y entre todos le pateaban y mordían hasta dejarlo muerto, sin genitales, con la garganta desgarrada y las vísceras por fuera de un abdomen seccionado. ¿Por qué? Pues porque sí. No porque el tipo fuera una amenaza para ellos; ni siquiera por haberse tirado a la mona ajena o robado la comida de la semana. El pobre no era espía enemigo ni francotirador en misión de matar al jefe de la manada vecina para ganar más territorio. Simplemente lo encontraron solo, rascándose el culo mientras pensaba por qué camino continuaba su paseo.
Se sentía como uno de esos monos; sentía deseos de salir a la calle, con la pistola en la cintura o al menos con el cuchillo más grande que tuviera en la cocina. ¡Mierda! Al menos con su viejo bate Rowling. Cualquier cosa que le sirva para hacer brotar la sangre; sangre humana, como la que correo por sus mismas venas.
El asesino que le acosaba podía penetrar en su cabeza sin que el volumen alto del televisor o las almohadas sobre sus oídos pudiera callarlo un poco. Las lágrimas comenzaban a asomarse a los ojos que una vez fueron inocentes y colmaron de alegría al joven matrimonio que le había traído al mundo en una noche fría de invierno. Poco estaba quedando de esa inocencia y de ese blanco que rodeaba el iris color castaño de esos ojos. Sin que él pudiera verlo se dibujaban irregulares líneas rojas que se originaban en ambas comisuras y amenazaban con hacerle ver como un conejo. La cabeza le daba vueltas y el miedo se extendía por todo el cuerpo. De nuevo las hormigas caminaban por todo su cuerpo y esta vez estaban teniendo éxito bajo su calzoncillo.
- ¿Por qué? - preguntaba a gritos. Trataba de buscar una respuesta, mientras una voz en su interior le decía que no había por qué buscar una razón. Era la primera vez que escuchaba esa voz; aunque era su misma voz, había algo en ella que la convertía en una voz totalmente distinta. Había una extraña diversión en ella. Al otro yo que le hablaba desde dentro le imaginaba cómodamente sentado en uno de sus sillones, con un habano en la mano derecha, como disfrutando enormemente del espectáculo que debía ser él revolcándose en el sofá, tratando de no hacer caso a sus instintos primitivos de buscar y matar.
Ahogó un grito de pánico que le pareció doloroso y se sentó. La sala daba vueltas como un juego mecánico que recordaba de su infancia y que le hizo vomitar en el carrito en el que había subido. El sofá parecía amenazarlo con desaparecer y se vio a si mismo suspendido en el aire por uno o dos segundos, como el estúpido coyote de los dibujos animados, antes de caer en un vacío enorme y tenebroso.
Sus neuronas parecían tomar un nuevo modo de pensar y su voz interior, la de siempre, la que llevaba veintisiete años aconsejándole, le dijo que sólo había una manera de terminar con la confusión: tendría que ceder; como cuando decidió fumar marihuana por primera vez. Esa vez sí funcionó, acabó con la curiosidad y descubrió que no tenía que ser tan malo. Lo mismo fue cuando les mintió a sus padres para poder escaparse con aquella compañera del colegio y deshacerse del fastidio de la virginidad. ¿Por qué no iba a funcionar ahora? Sabía que no era lo mismo, pero tenía que poner fin a la confusión que no le dejaría jamás. Tenía que hacer algo con el monstruo que le observaba desde el sillón; tendría que matar, no tenía otra salida y eso es lo que haría.
Se levantó y caminó a su cuarto con paso firme. Sus ojos tenían ya muy poco del color blanco y mucho del rojo; hasta el iris estaba inyectado con sangre. Asomaba una sonrisa en sus labios y el sudor le hacía parecer como un corredor después de un sprint olímpico.
Se repetía constantemente que estaría bien después de ceder a su instinto. Si su monstruo quería una vida, pues, ¿que mas da? Se la daría. Si ese monstruo era su nuevo yo, pues se daría una tremenda bienvenida.
Sacó el arma y la cargó con una sola bala; una bastaría. Mientras lo hacía, el que estaba sentado en la sala se levantó y corrió. La sonrisa se borró mientras el habano caía de su mano. Su rostro expresaba rabia ahora.
Cuando entró al cuarto el disparo interrumpió la charla de los del Reality Show del televisor. Un perro en la calle sacó la cara de la bolsa de basura en la que buscaba la cena, movió las orejas como si fueran dos radares y luego continuó en lo suyo. El mundo continuó la rutina mientras, en el apartamento, el aire del cuarto de llenaba de un casi imperceptible aroma a pólvora.
Al día siguiente la sirvienta se preguntó qué haría un habano tirado en el corredor, si el patrón no fuma. Su grito sobresaltó a los vecinos cuando entró al cuarto y le encontró con la cabeza perforada de lado a lado por el disparo, tirado en el suelo, con la pistola a un metro y medio de su mano.
Sus labios estaban apretados y sus ojos parecían los de alguien lleno de tranquilidad, con el color castaño claro que había gustado a más de una mujer, y ni un trazo de sangre alrededor del iris.
|