Maldijo la hora en que aprendió a fumar. Fue poco tiempo después de empezar su servicio en la montaña; antes de eso nunca quiso hacerlo, no porque sea malo para la salud ni nada de eso, simplemente nunca llamó su atención ni le había sido necesario. Pero luego del primer combate, cuando todo pasó y todos estaban a salvo bajo el manto de la noche, sintió apremiantes deseos de fumar un cigarrillo. No sabía ni por qué, puesto que nunca lo había hecho no podía desearlo por una razón específica. Pensó que debía ser como el sexo; cuando se es adolescente no se sabe cómo es el sexo y sin embargo ocupa la mayor parte de los pensamientos cotidianos.
Esa primera vez él y los demás combatientes tuvieron que esperar un día más hasta que estuvieron seguros de que no los habían seguido. Entonces fue cuando aprendió que no se fuma cuando hay riesgo de ser localizados por el olor.
Fumar ahora sería una locura. Los soldados seguían rondando el lugar buscando por algún insurgente, vivo o muerto.
Los habían sorprendido poco después del almuerzo. Los primeros disparos estallaron al noreste, desde unas pequeñas elevaciones a unos treinta metros de distancia. Una fracción de segundo después se oyeron los demás disparos desde todas direcciones. La comida quedó regada por el suelo cuando todos corrieron con sus armas hacia los puntos estratégicos que tenían asignados. Él y Juanjo estaban apostados tras los árboles que habían encontrado derribados en el lado sur del campamento. Durante cinco minutos que parecieron eternos, dispararon a discreción a cuanta cabeza se asomaba entre la maleza.
Pronto se dieron cuenta que no resistirían mucho en ese lugar y decidieron agruparse para abrirse paso hacia el sureste. El fuego se concentró en esa dirección en un área de unos quince metros. Poco a poco pudieron avanzar en apretada columna, abriendo fuego hacia todas direcciones para proteger la retirada. Tras un escaso minuto pudieron correr sin necesidad de disparar tanto y fue cuando él y los otros tres jefes de escuadras se trasladaron al frente y dirigieron el avance. Sólo ellos sabían hacia donde dirigirse desde que, en el último debate de dirección, se acordó tal medida en vista de las fuertes sospechas de la existencia de infiltrados en sus filas.
Juanjo avanzaba detrás de él muy atento al camino y a un posible nuevo ataque enemigo. Cuando preguntó hacia donde se dirigían, obtuvo la única respuesta de seguir avanzando atento.
Juanjo era su amigo desde la secundaria, cuando se dedicaban a perseguir chicas para ver quién se anotaba más conquistas al final del semestre. Forjaron allí una muy buena amistad y siguieron con ella hasta las filas de la militancia insurgente. Ambos leyeron sobre los procesos revolucionarios del anterior siglo, pero nunca pensaron que en esos días se pudiera lograr algo por el estilo. Sin embargo, cada vez sentían que había algo que hacer cuando la sangre amiga era derramada para acallar una ideología o para ganar dinero. Juanjo fue quien le llevó al grupo de resistencia que había logrado organizarse más que otros tantos en los últimos diez años. El destino y el coeficiente intelectual de ambos hizo que él subiera más rápido que Juanjo, pero eso nunca supuso un problema para la amistad. Al menos eso fue lo que siempre pensó él.
Tres años habían pasado desde la integración al movimiento, y dos y medio desde aquel primer cigarro que Juanjo le brindó para calmar los nervios que el combate y la huída del día anterior le habían alborotado. Ahora sentía la misma sensación de deseo por consumir el último cigarro que guardaba desde hacía una semana. Maldito Juanjo. Pero maldecirlo por haberle metido en el vicio no era suficiente en vista de lo que acababa de hacer.
La noche había caído hace rato y de vez en cuando escuchaba sonidos fuera de la cueva. En las inspecciones hechas a los alrededores, cuando recién se instalaron en el área, uno de los jefes había descubierto las cuevas y guardó la noticia para la reunión posterior. Acordaron ser los únicos en conocerlas y acondicionarlas para una eventualidad como ésa.
Pero las cosas no salieron como era debido, el enemigo había previamente recorrido las rutas de escape y colocado unas cuantas minas antipersonales. La primera que explotó desorganizó el grupo de vanguardia en el que iban él y Juanjo. Por mucho cuidado que tuvieron, poco a poco la columna se dispersó y sufrió muchas bajas. Las esquirlas de una de las minas los alcanzó a los dos, pero Juanjo fue el que más daño obtuvo. Una herida grande en el muslo no paraba de sangrar y le dificultaba el caminar. Ayudándolo a avanzar lo logró llevar hasta la cueva, a la que entraron luego de mover con mucho trabajo la roca que tapaba la entrada. Salió y camufló con maleza la entrada. Eso de esconder cosas era conocimiento imprescindible en la montaña y algo que él sabía hacer a la perfección. Entró de nuevo y con la ayuda de las palancas que habían sido preparadas para ello, deslizó de nuevo la roca que encajaba en la entrada.
Cuando rompió una pequeña barra química de luz artificial, descubrió a Juanjo con un transmisor de posición en la mano. Al verlo no sabía lo que era, pero sabía que no era parte del equipo del movimiento. No, eso era ajeno y algo le dijo que no era bueno.
Cuando se lo arrebató de las manos, Juanjo trató de levantarse para extenderse en explicaciones, pero la pierna le falló y volvió a caer pesadamente al suelo. La herida sangró más y el rostro se desfiguró bajo una mueca de dolor. Cuando se recuperó un poco le pidió que se lo devolviera, que con sólo apretar el botón correcto tendrían garantizado un rescate y tratamiento considerablemente benéfico.
No podía creerlo; su mejor amigo le había traicionado poniendo en riesgo su vida en una emboscada de la que había participado. Sintió ganas de desmoronar la cueva con la explosión de una de sus granadas de mano para que los dos quedaran allí enterrados, uno por traidor y el otro por idiota y ciego. No podía creer que bajo sus narices hubiera podido pasar eso.
Al preguntar por qué, el otro dijo que había llegado a la convicción de que nunca obtendrían la más mínima victoria. El ejército contaba con mucha más gente y más recursos, por lo que tarde o temprano los encontrarían y serían ajusticiados, allí en la selva, sin juicios y sin leyes. En ese sentido las cosas no cambian nunca, las ejecuciones extrajudiciales seguían siendo la mejor solución cuando se capturaba a algún rebelde, y su suerte no sería muy distinta. Le habían prometido salvoconductos a cambio de su información y colaboración.
No tenía ganas de hablar. No podía creer que Juanjo le había creído. Los argumentos seguían su desfile, y él… él seguía tratando de digerir un bocado demasiado grande y desagradable, sin éxito.
De pronto la sangre bombeó demasiado fuerte y rápido y un súbito mareo casi le tira al suelo. Logró mantenerse en pie, pero esta vez lo que obtuvo fue odio y rabia hacia el que hasta hace unas horas había sido su mejor amigo. Se dio la vuelta y estrelló el transmisor contra la pared de la cueva. Sacó su pistola y la apuntó hacia el cuerpo sudoroso y tembloroso del traidor que él mismo había ayudado a entrar.
Juanjo le dijo que continuara, que el disparo delataría su posición de mejor manera que el transmisor; él mismo lo haría de no haber extraviado su arma cuando la explosión les alcanzó. Eso demostraba la diferencia que había entre los dos, pues él no había dejado nada atrás, a pesar de ir arrastrando a un compañero herido.
Más que nunca tenía ganas de encender ese maldito cigarro, para darle un par de inhaladas, contemplar el humo saliendo de él y llenando la cueva, y luego apagarlo contra los ojos del desgraciado que se desangraba en el suelo y que le inspiraba lo peor que él había sentido en toda su vida.
Atrás quedaron las borracheras en las que se turnaban para ayudarse a caminar. Muy lejos estaban los días en que se habían tenido que consolar ante la pérdida de los seres queridos. Lejos también los recuerdos de la única pelea por una mujer, pelea que ninguno de los dos ganó porque ella escogió a que nada tenía que ver con la contienda.
Ahora lo que tenía al lado era considerado como lo peor de la humanidad; el ser más vil e indeseable que se pudiera imaginar. Y lo peor fue nunca imaginar que podía suceder. No fue como si el coco hubiera salido al fin del closet; de haber sido así hubiera estado listo, esperándolo con una Mágnum para reventarle la cabeza en un segundo. No, resulta que el coco se había quitado el disfraz de peluche con el que él mismo le había llevado a su lecho.
Todo se puso oscuro, un nuevo ataque de mareo y descontrol le dominó y le arrebató el dominio de sí mismo. Los sonidos de la cueva le parecieron ecos de un sueño demasiado lejano para poder recordarlo. Las gotas de agua le llegaban desde el fondo de la cueva donde la luz artificial no llegaba y le repiqueteaban los tímpanos cual si fueran las mismas explosiones de las que había huido hace poco. Todo se fue desvaneciendo poco a poco.
De pronto la oscuridad se apartó y se dio cuenta que había estado mucho tiempo en el suelo. El único rayo de luz que entraba le caía en el ojo y le aturdía.
Se puso de pie y trató de recordar cómo había llegado allí. Cuando recordó por qué estaba en la cueva quiso creer que todo había sido un mal sueño. Cuando vio el cuerpo de Juanjo en el suelo abandonó ese deseo.
Al avanzar un paso su vista se llenó de un brillo inusual y durante un segundo se vio poniéndole el silenciador al arma; luego vio una piel de oso de peluche tirada al lado de la cama, seguido del destello de un disparo salido del silenciador.
Había terminado, la noche había pasado y en algún momento de ella había matado al coco traicionero que se había metido en la piel de su amigo. Antes pensaba que cuando tuviera que contemplar a Juanjo sin vida, le lloraría y el alma le dolería. Pero no fue así. Se sorprendió de lo mucho que cambian los sentimientos en tan poco tiempo y luego se preguntó si la lucha armada sería la culpable de algo de lo que había pasado. No hubo voz interior que se atreviera a contestar eso; no quiso seguir buscándola.
Abrió la cueva y salió de ella con cautela. Guardó silencio y escuchó atentamente los alrededores. Silencio. Al parecer los soldados consideraron que no había nadie por allí y se retiraron durante la noche. Regresó a la cueva, encendió su cigarro y se sentó en una piedra a fumar. Recogió el arma, le quitó el silenciador y guardó ambos. Caminó hacia el cuerpo y buscó en los bolsillos hasta que en uno de ellos encontró otro cigarro; lo encendió e inhalo un par de veces. Dicen que en alguna cultura, demasiado antigua como para saber el nombre, tenían la costumbre de poner monedas sobre los ojos de los muertos, para que tuvieran con qué pagarle al barquero que les llevaba al otro lado del río Styx y no quedar vagando en la orilla cien años. Eso lo recordó cuando apagó los cigarros en los ojos del cadáver y le dijo:
- Esto es por haberme enseñado a fumar.
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