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Soy inmortal. ¿Desde qué momento? No puedo decirlo. Un día desperté al lado del auto en el fondo de un precipicio y al ver los vidrios rotos y la carrocería destruida por la caída y el fuego, pensé que mi suerte había sido enorme. Pero cuando vi la sangre en mi ropa y ninguna herida abierta comprendí que algo estaba mal; debía estar muerto, pero no lo estaba.

A partir de allí mi vida fue una carrera desbocada de la que no me importaba salir mal. Nada podía salir mal; la muerte ya no era asunto mío, era un simulacro, un ensayo de lo que se suponía que debía ser. Me llegó a asustar un poco, pero, como bien dicen que el poder corrompe, me llegó a gustar la idea de no poder morir.

Probé el suicidio muchas veces, de muchas formas. Conocí el dolor de muchas caídas, las balas no me asustaban y los excesos se sucedieron uno tras otro sin que las sobredosis no me preocuparan mucho, probé el miedo de lanzarme al vacío sin cuerdas; una sola vez, ese miedo nunca lo vencí. Me convertí en alguien poderoso; la inmortalidad me dio un poder que nunca había imaginado. Podía hacer lo que quisiera y borrarlo todo con un nuevo renacimiento. Por ello olvidé los ideales que alguna vez tuve e incursioné en lo peor de la sociedad. Probé los placeres que da el dinero sucio y fácil.

Sin miedo a la muerte hice los contactos necesarios para introducirme en el asunto de los robos y las drogas. Definitivamente es increíble lo rápido que se puede ascender en esos ambientes cuando no se tiene nada que perder, ni siquiera la vida. Rápidamente el dinero empezó a llenar la vacuidad de una vida sin miedos y corrompida por el ansia de poder.

Los enemigos aparecieron como lo hacen las aves de rapiña sobre la carne podrida; no es de manera impensada que propongo esta analogía, pues aunque no podía morir físicamente, estaba muriendo de otra manera, como ser humano. Perdí los valores que se me habían inculcado durante mi vida y ahora entiendo que eso lleva a la muerte moral. Pero la vida era mía.

El amor fue algo que ya no me importó, lo cambié por el placer pasajero que da una aventura tras otra; un cuerpo tras otro. No me era atractivo el pensar en la compañía permanente de una mujer con la que tendría que compartir todo lo que estaba logrando. Además, aunque sea muy en el fondo, todo hombre debe reconocer que alberga fantasías que sólo se pueden lograr cuando se tiene poder y dinero, mucho dinero. Por lo general, las mujeres que acceden a participar en orgías o a tener brindar sexo sin esperar amor, o son putas o simplemente interesadas que están bien con uno mientras tenga un poco de las sobras de la vida lujo que llena sus ambiciones.

Con mucho cuidado logré escalar alto en la voraz pirámide de dominio del hampa local, y con mucho más cuidado pude hacerlo sin que mi nombre fuera conocido por las autoridades. Eso requirió comprar más de alguna voluntad y controlar a varios drogadictos que no por mucho se prestan para hacer los trabajos peligrosos. Claro, favoreció también la idea de presentar nombres distintos según el estrato de dicha pirámide en el que me movía.

Pero, bien dicen que nada es eterno. La misma ruleta que me dio mi estado inmortal, me puso enfrente a una persona que lo cambió todo. Y pasó sin darme cuenta. A fuerza de cruzarnos una y otra vez, por lugares que nada tenían que ver con mis ocupaciones, terminé dejándome cautivar por sus hermosos y profundos color café. Sin darme cuenta propicié el encuentro entre los dos y lo próximo fue que estábamos cenando en un restaurante de lujo de la ciudad. Primero fuimos amigos, muy buenos amigos. Poco a poco la distancia se fue acortando y su rostro dejaba ver un encantamiento que iba más allá de la atracción por los detalles y caros regalos con los que la inundaba.

Claro, ella no supo nunca lo que mi vida era en realidad; ¿Cómo confiarle tales detalles a la persona que más me importaba? Las tardes pasaban en largas charlas sobre sueños y deseos, la mayoría de las veces narrados por ella, a los que dedicaba toda la atención posible. De nuevo sentí la necesidad de compartir mi tiempo con alguien; con ella. Debía aceptarlo, estaba enamorado de alguien por primera vez en mucho tiempo; y no lo quise evitar. Las tardes pasaban en una hermosa rutina de escuchar su hermosa voz, perderme en su intensa mirada.

La amaba tanto que no quería forzarla a nada. Un beso hubiera dado por cerrado el cortejo que con tanto trabajo estaba realizando, pero yo quería que eso llegara cuando ella lo quisiera así, y así estaba dispuesto a esperar pacientemente hasta que el momento llegara. Tal era el encanto que había dejado que me dominara, que perdí la atención que acostumbraba darle a los asuntos del negocio. Por algún estúpido error uno de mis peores enemigos pudo descubrir detalles de mi real identidad y ello le llevó a encontrar un punto débil que podía atacar con facilidad: ella.

En la casa de ella me dejó una carta en la que me advertía todo lo que sabía y me recomendaba dejarle vía libre en las calles y así evitar que algo malo le pasara a la persona que más adoraba en el mundo.

Dejé su casa temprano y mientras me dirigía a la mía un torbellino me estrujó la cabeza, pues realmente no sabía qué era lo que debía hacer. Exploré todas las opciones que existían para darle frente a la ofensiva que me lanzaban, pero todas implicaban un riesgo muy grande de que mi dama conociera lo que con mucho cuidado le había ocultado. Al final, todos mis pensamientos me llevaron a un mismo procedimiento; debía alejarme de ella, al menos temporalmente, mientras lograba idear el siguiente paso para recuperar el poderío que amenazaba con perder de mis manos.

Con una explicación inventada, pero convincente, me alejé con la promesa de volver. El dolor llenó entonces mi vida cuando me enfrenté uno tras otro a tantos días sin la armoniosa voz que me endulzaba los días. La distancia fue muy cruel. No pocas fueron las veces que me debí contener de regresar a su lado, pero aún no había encontrado la manera de hacerlo garantizando un regreso victorioso. Pero la comunicación se fue empobreciendo y de pronto no existía. Mis días pasaban muy lentos y no pensaba en nada más que en volver. Pero no lo podía hacer, no podía poner en peligro la vida de la persona que al fin me volvió a enseñar lo que es el amor.

Mi necesidad de ella era muy grande. Cada minuto en soledad me vaciaba cada vez más y las noches se inundaban de pesadillas en las que caminaba por un mundo lleno de gente que circulaba alrededor mío; de lujos que hacían que el mundo se viera como un enorme palacio del faraón más poderoso que pudiera haber existido; y en medio de todo eso, estaba yo, sentado en un trono que me hacía ver y sentir insignificante, tratando de encontrarla entre la gente que me rendía honores y las riquezas acumuladas.
Entonces me di cuenta que debía volver, y la información que mis informantes aún fieles me brindaron me dieron el momento preciso, aunque para ello debía hacer lo único que nunca quise hacer, matar.

Regresé al país y poco a poco, sin que nadie lo advirtiera, comencé a salir de mi escondite. Me moví entre sombras para acercarme a aquellos que amenazaban a mi dueña. Los ocultos rincones de la ciudad y sus oscuros callejones nunca habían albergado a una rata tan furtiva. Les ubiqué, les aceché, conocí cada uno de sus movimientos y esperé el momento de actuar. Uno a uno fueron cayendo. No me bastó con las balas, poco a poco me ensañé cada vez más con provocar la muerte de quienes me cercaban el acceso al lugar al que más quería llegar. La policía decía que un nuevo Jack “El destripador” había aparecido. Dado a que las víctimas eran en su mayoría reconocidas por sus antecedentes se llegó a decir que había aparecido una especie de vengador o justiciero, como los héroes ficticios de la televisión. Pero yo era real; talvez si era un vengador o un justiciero, pero la causa social era lo que me importaba menos. De nada sirven unos cuantos pushers muertos, si yo mismo podía encontrar y contratar la misma cantidad en tiempo récord.

Me había propuesto no aparecer ante ella hasta que hubiera eliminado a todos los que considerara una amenaza para la vida de la mujer que tanto amaba. Un día pasé frente a su casa, pasé de largo. En la esquina detuve el carro y pensaba si me podía dar el lujo de regresar y tocar a su puerta. No sabía si era ya seguro hacer eso. Analizaba todo lo que creía que debía analizar mientras por el retrovisor observaba esa puerta que era la única barrera que me separaba de ella.

Mi corazón dio un salto cuando vi esa puerta abrirse. Ella fue quien salió. Cuando la vi regresaron a mí todos esos recuerdos, todas esas tardes en las que tratábamos de detener el tiempo. Comprendí que realmente me había enamorado. Deseaba bajarme del carro en ese mismo instante y correr a su encuentro, arrodillarme y suplicarle perdón por los muchos meses que habían medido mi ausencia.

Pero no estaba sola. Tras ella y de su mano salió el único de mis enemigos que quedaba en pie; el artífice de la situación que me obligó a alejarme. Entonces me di cuenta que había caído en una doble trampa que me había amenazado de dos maneras distintas, pero que el resultado había significado la perdida de mi amada princesa, de una u otra manera. Había caído en un juego bellamente planificado por una sola persona.

Ella se veía feliz, él se veía satisfecho. Yo me sentía un desdichado. Dentro de mí sentía arder el fuego de mil volcanes que expulsaban la rabia que salió por mis poros y llenó el interior del carro. Pensé en bajar y allí mismo ponerle fin a todo. Pero no lo podía hacer, no frente a ella. Aún llenaba mi cabeza la idea de que debía ocultarle a toda costa la realidad de mis actos.

Las llantas chillaron y emprendí la marcha a toda velocidad. Tenía los labios cortados por la presión que debí aplicar para soportar tan duro golpe

Pasé la semana siguiente planeando la mejor manera de vengarme. Y decidí que luego de que mi Némesis cayera, dejaría de nuevo el país, pero esta vez con ella, y empezaría una nueva vida, una vida que sí pudiera ser compartida del todo con ella.

Ayer, una bala más atravesó mi pecho. No morí, pero pude haber muerto. Quisiera haber muerto. De una manera cruel la vida me ha castigado porque ahora estoy tirado en un hospital, recuperándome de mi herida casi mortal. Nunca había pasado esto, la inmortalidad parece haberse desvanecido porque la herida aún me duele y la respiración se me hace difícil. Y lo más difícil es aceptar que mi vida será demasiado vacía.

Ayer le hice frente a ese maldito. El debía estar sólo; tenía que estar solo, pero no lo estaba. Justo cuando sacamos nuestras armas ella salió de la casa. Cuando la vi allí mi atención se desvaneció de mi objetivo y sentí el dolor de la bala en mi pecho. Le disparé a él, le di, y en la tensión de la herida que le daría su muerte, giró sobre sí mismo y apretó una vez más el gatillo. Ella cayó. Sus ojos expresaban dolor y confusión. Me lanzó una mirada de interrogación y yo no supe qué decir. Al verla caer se ahogó un grito en mi garganta, en la sangre que al mismo tiempo teñía mi ropa. El dolor era enorme. Alcé mi mano y puse el arma en el costado de mi cabeza; en ese momento me abandonaron las fuerzas y caí sin sentido.

El doctor acaba de salir. Me dijo que el riesgo pasó y que voy a salir con vida. Al no haber testigos la policía reportó defensa propia a mi favor. Ella sólo fue una víctima más de la creciente e imparable delincuencia que azota la ciudad. Los antecedentes penales de él colaboraron con la teoría. Saldré con vida, pero no quiero la vida. Mañana caminaré hasta el puente y esperaré que ahora la muerte sí me quiera. ¿Y si no? ¿Qué voy a hacer? El único motivo que he tenido para vivir se ha ido, y es por mi culpa. La bala no salió de mi arma, pero esa muerte la provoqué yo.

Ella se fue y yo quedé, debió ser al revés. Ahora sólo tengo recuerdos. Pienso en lo que no fue y que nunca será. Ni un beso, en tanto tiempo, ni un beso, sólo deseos.

No quiero la vida, pero temo mucho no poder morir aún.

Texto agregado el 06-11-2006, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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