Estoy loco. Eso dice la gente cuando me ve. No sé desde cuándo estoy loco, si desde que comencé a utilizar drogas o desde que dejé de hacerlo; lo cierto es que creo que la gente llama locura a las actitudes diferentes, a lo que la gente no acostumbra hacer, muchas veces porque no tiene tiempo.
Un día estaba sentado en mi balcón viendo el atardecer, respirando tranquilidad y dejando que mi mente creara melodías al azar que armonizaran con el batir de las alas de las aves y con el lento movimiento de los árboles a merced de la fuerza del viento. Estaba muy tranquilo, me sentía muy bien con el mes que casi iba a cumplir de vivir allí. De pronto unos adolescentes pasaron gritándome loco y tirando tierra. Luego eso se generalizó y hasta los adultos me llamaban loco y me acusaban de drogadicto. Pensé en lo irónica que es la vida, llevaba más de un año sin consumir ninguna droga más que el tabaco y el alcohol.
Al parecer les empezó a molestar el joven que vivía solo, que gustaba de apreciar el atardecer y que disfrutaba del silencio. Cada vez que tomaba una caminata por las calles o me sentaba a leer en el parque me cruzaba con miradas hostiles y madres que apartaban a sus niños cuando pasaban a mi lado.
La señora del final de la calle atribuía los más macabros motivos a mi gusto por vestir de negro, pero nadie decía nada respecto al colorido mal combinado de su forma de vestir, más digno de un payaso que de una setentona que se enorgullecía de guardar luto por la honrosa memoria de su marido fallecido hacía quince años.
Luego del tercer incidente en el balcón opté por mudarme a la terraza para apreciar el espectáculo del atardecer; allí empezaron a empeorar las cosas... no sólo había mejor vista del cielo, sino también de las casas del vecindario.
Una de esas tardes observé a los jóvenes “predilectos” del barrio mientras encendían sus cigarros de mariguana. Ellos no me vieron y yo me pasé al otro lado de la terraza pensando de nuevo en las ironías de la vida; era hasta bizarro pensar en el hecho de que dos de ellos habían sido monaguillos de la iglesia local.
Poco a poco mi terraza se convirtió en la ventana hacia lo que nadie más veía, hacia la realidad de cada persona del barrio, esas actitudes que nadie hubiera comentado en las reuniones dominicales que acostumbraban hacer mientras cocinaban un asado y los niños jugaban en la piscina inflable colocada en el patio de la casa donde tocara ese día.
Llegué a disfrutar de los aeróbicos de la muchacha de al lado, especialmente cuando los hacía absolutamente desnuda en la sala de su casa.
Desde la terraza descubrí que “Doña Puritana”, la setentona de luto, pasaba las tardes gritándole a la foto del difunto, haciéndole señas obscenas y luego pasaba varios minutos llorando y pidiéndole perdón.
El ritual de la mariguana se hacía más frecuente pero siempre mantuvieron los jóvenes un horario más o menos regular. Supongo que en sus casas pensarían que estaban jugando a la pelota en algún campo cercano, porque siempre andaban con mochilas que contenían su ropa deportiva. Me reí mucho cuando la impecable señora madre de uno de ellos olvidó cerrar la cortina durante la visita íntima del padre del mejor amigo de su hijo, mientras su esposo estaba con la chica de los aeróbicos.
Cada vez los atardeceres eran más interesantes. Mientras la gente inventaba más y más cosas sobre mí. Les inquietaba que nunca recibiera visitas e incluso interrogaban al cartero sobre la correspondencia que recibía.
Ciertamente yo no recibía muchas visitas. Todos mis amigos quedaron atrás, en mi otra vida, cuando me di cuenta que eran mis amigos cuando había droga y excesos. Imaginaba lo que se diría si supieran esos detalles de mi pasado. No me sentía como que ocultara lo que había hecho, simplemente creo que nadie publica esas cosas cuando llega a vivir a un nuevo vecindario.
¿Los compañeros de trabajo? Pues se quedaban en eso, en el trabajo y alguna esporádica salida de fin de semana a un bar o algún almuerzo en el campo o la playa.
En una ocasión iba saliendo de la casa para caminar hasta el parque y tomar un poco de aire. La hija del doctor de la segunda casa de la calle me estaba esperando en la puerta. Blanca, de cabello oscuro y largo, muy rizado. Me vio me preguntó mi nombre. Comenzó a preguntar sobre mi ocupación, mi edad, mi familia y el motivo de vivir en completa soledad. Caminó conmigo unos metros hasta que su padre apareció en el carro y la hizo subir con él, para luego dirigirme una mirada amenazadora. Seguí mi camino al parque sin tomarle importancia al incidente. A la semana siguiente la niña dejó un paquete en el jardín delantero de mi casa. Era una rosa negra, una tarjeta y una fotografía. Realmente me sentí extraño, mucho tiempo había pasado desde que recibí un regalo así. Supuse que tendría que hablar claramente con ella, pero no pensé que las cosas se complicarían más adelante.
Siguieron pasando los días y la muchacha me interceptaba cada vez que podía. Me dijo que estaba por cumplir 21 años y otras cosas de su vida. Por su ropa me di cuenta que estaba en lo gótico y siniestro, imaginé que sería fácil que estuviera consumiendo drogas más fuertes que la mariguana. Estaba enamorada de mí, me lo dijo y dijo también que buscaba el momento de salir del dominio de su padre, que le limitaba su vida y sus sueños, sueños que rondaban por el deseo de ser artista, pintora, escritora o músico. Claro debió ver en mí el vehículo para salir de sus límites y de paso exasperar a su padre. Probablemente no debí ser tan condescendiente con ella desde el principio; cuando le dije que perdiera la idea de una relación se hechó a llorar y mencionó que su vida se iría por un pozo ciego.
Pero eso no fue lo último; supongo que no perdió la esperanza ni el deseo de insistir porque las visitas y los regalos no cesaron.
La vida da sus vueltas y en una de ellas apareció alguien que se ganó la entrada a mi vida, mi casa y mi corazón. Una estudiante de medicina que se cruzó en mi camino en una noche con los compañeros de trabajo en un bar. Uno de ellos la presentó e inmediatamente mis ojos quedaron metidos en los de ella. Las llamadas y encuentros en distintos lugares se repitieron después de eso hasta que hube de reconocer que estaba enamorado.
Disfrutábamos del atardecer desde mi terraza y luego de uno de ellos nos dispusimos ir a cenar afuera. Al salir encontré un ramo de rosas pisoteadas en la puerta de la calle. Examiné los alrededores con la vista y encontré una silueta de cabello rizado que aprovechaba la falta de luz y nos observaba mientras se limpiaba una lágrima con el dorso de la mano. El incidente no provocó ni una pregunta ni una explicación.
Como dicen, no hay nada perfecto; con el tiempo me di cuenta de que mi estudiante de medicina también era aficionada a sustancias que en otro tiempo yo adoraba. Poco a poco su adicción a la cocaína era más notoria y peligrosa.
No podía pensar en dejarla por eso; el amor que sentía no me lo permitía, además, pensé que si hubo alguien que permaneció conmigo en el pasado y me ayudó a salir y aguantar yo también podría hacerlo y que en cierto modo lo debía hacer.
Ella se mudó definitivamente conmigo y con eso los rumores de los vecinos crecieron una vez más. Se decía que no era conveniente ni sano tener a dos drogadictos tan cerca. Eso también le molestó a mi admiradora de oscuro cabello rizado, pues cada vez que la cruzaba en algún lugar sentía el odio y resentimiento en su mirada.
La vida con mi amor se hizo agitada, las crisis de abstinencia se hacían presentes, pero no eran incontrolables. Nos unimos mucho más. Me sentía totalmente completo desde que ella estaba en la casa. Eventualmente tomábamos caminatas hasta el parque y pasábamos horas viendo el viento en el movimiento de los árboles. El sexo era increíble, nos compenetrábamos de una manera que nunca había conocido. Varias veces hicimos el amor en la terraza, viendo el atardecer, mientras el sol daba paso a la oscuridad y las sombras nos envolvían.
Una noche mientras ella dormía subí a la terraza y encendí un cigarrillo con la vista perdida en las estrellas. Un auto llamó mi atención cuando se acercó al callejón que utilizaban los muchachos para sus fumadas acostumbradas. Me sorprendió ver que el auto era el del padre de la niña de los regalos en mi puerta; llegaba a dejar la hierba que luego consumirían los chicos en las sombras del callejón. Pensé que esto ya rascaba el colmo de la ironía y lo absurdo. Comprendí entonces porqué el tipo no permitía que su hija se acercara a alguno de ellos.
*
Ahora veo hacia fuera y contemplo la ironía de la vida al encontrara en esa ventana diminuta el paisaje más hermoso de mi vida, justo en el momento en que mi vida está más destruida. No hay drogadictos en las calles vecinas, claro no hay calles, pero tampoco hay terraza para contemplar el cielo y dudo que me dejen subir para sentarme y disfrutar del atardecer en silencio y soledad.
*
Poco a poco las crisis de mi amada fueron más frecuentes y peores. No entendía por qué si había pasado tanto tiempo desde que no consumía nada. Ahora no puedo creer haber sido tan ciego al riesgo de tener un vendedor tan cerca de ella.
Un día regresé a la casa y ella no estaba allí. Subí a la terraza y encendí un cigarro. Observé los aeróbicos al desnudo de la vecina y cambié de lado. Los ocupantes usuales del callejón dejaban que el humo inundara su cerebro y pulmones mientras su mundo se volvía verde.
Buscando formas raras en el humo que subía me descubrieron a mí en la terraza, sus miradas tenían miedo y odio al mismo tiempo. Al ver a la otra esquina vi el carro del doctor que se alejaba de una silueta femenina que se dirigía a la casa. Dejé que ella entrara sin que supiera que yo estaba allí. Cuando bajé, la sorprendí en la sala con el polvo en la mesa.
Al verme saltó sobre el sillón y el golpe de su rodilla con la mesa hizo que la droga se regara en ella. Apenas podía dirigirme la mirada y tenía el semblante como el de quien trata de contener las lágrimas y deshacer un nudo que obstruye las palabras.
Lo único que pudo salir de mi boca fueron balbuceos incoherentes. Mis ojos se llenaron de lágrimas y de pronto pude reclamarle lo que estaba haciendo. Le pregunté desde cuando había recaído y si alguna vez realmente lo había querido dejar. Le interrogué desde cuándo el gran señor de la cuadra le daba su preciado veneno.
Respondió con gritos mientras se agarraba el cabello y se encerraba en el cuarto. Le hablé desde afuera pero no la pude convencer de que saliera.
El odio llenó mis venas y salí de mi casa con rumbo a la del rey de la droga local. Cuando se abrió la puerta le saqué con una mano del cuello y lo arrojé en su jardín. Las peores palabras de odio fueron las que salieron de mi boca, expresándole lo que puede sentir quien descubre al asesino de la persona amada. Le caí a golpes hasta que me dolieron los puños. Su rostro era una masa roja y su ropa y la mía estaba bañada en sangre.
Le dejé allí y al darme la vuelta su esposa me enfrentó y me dijo que la policía estaba en camino, a lo que le contesté que sería bueno que aprovecharan a llevarse al que estaba envenenando al barrio.
Corrí hasta mi casa y descubrí a los jóvenes del callejón en el jardín, con cara de susto viendo hacia la terraza del segundo piso. Al parecer iban dispuestos a destruir los cristales de la casa con piedras pero descubrieron algo allí arriba. El miedo se apoderó de mí y corrí entre ellos para entrar mientras me abrían paso sin decir nada.
Cuando entré en la casa me pude ver que ella había consumido toda la droga que había llevado y que había agregado un vaso de licor. Corrí a la terraza y la encontré, estaba sentada en mi silla, con los ojos perdidos en el horizonte y las lágrimas le rodaban por las mejillas. La abracé y traté de ponerla en pie, pero reaccionó apartándome de un empujón; solamente dijo una palabra: Perdón. Inmediatamente se dio la vuelta corrió a la orilla para dar un salto.
Las fuerzas me dejaron y caí sobre mis rodillas. Arrastrándome pude llegar a la orilla y la vi. Los chicos la rodeaban con cara de pánico e incertidumbre. Allí estaba, tirada en el pavimento de la entrada, sus ojos estaban cerrados y bajo su cabeza crecía un charco de sangre que bajaba de sus oídos, boca y nariz.
Al sonar las sirenas de la policía los jóvenes corrieron hacia la calle y se unieron al resto de vecinos que observaba desde la orilla de la luz que lanzaba el farol en lo alto del poste.
*
Sigo observando las montañas del paisaje a través de la pequeña ventana, sentado en la silla que esta en el centro de mi celda. Mi abogado logró comprobar que no la empujé y redujo la pena a unas cuantas semanas por el daño hecho al vendedor de drogas. Su situación comprometedora contribuyó.
En pocos días estaré fuera de aquí, pero no sé que pasará, no sé que me pasará cuando llegue de nuevo a la casa, seguramente me iré de allí, pero no puedo dejar allí los recuerdos, no puedo dejar encerrados los momentos con ella, ni las huellas que dejaron sus caricias en mi piel.
Me dijeron que la niña de oscuro cabello se fue de su casa al enterarse de las ocupaciones de su padre. Me dejó una nota de despedida, en la que decía que lamentaba mi pérdida pero que ella no era lo que yo merecía. Los triángulos de infidelidad salieron a la luz cuando los investigadores interrogaron a todo el vecindario. Los jóvenes están en tratamiento de desintoxicación y un par de ellos tendrán que asimilar la ruptura de sus familias.
Y yo... no sé que haré, menos que nunca quiero saber de drogas, pero es duro darme cuenta que solo gracias a los tranquilizantes puedo dormir. Trato de encontrar una explicación para todo esto pero sólo puedo pensar que Dios a veces hace cosas muy extrañas o que de verdad disfruta de movernos a su antojo como piezas de un juego para pasar el tiempo.
Talvez dentro de un tiempo suba a jugar un poco con él.
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