Mi casa se encuentra en una pequeña aldea al norte, en las montañas. Aunque tranquila, nosotros siempre estamos alertas y a la expectativa; con temor salimos de vez en cuando, a pescar a veces, pero siempre con temor, pues las invasiones y matanzas avanzan; aquí y allá más pueblos devastados, y aunque la aldea es pequeña no se podrá escapar, nada se escapa.
Cierto día, en primavera, salí a caminar y comprar provisiones a un pueblo cercano, -sin mucho dinero-, pues mi padre es leñador, y lo que gana apenas alcanza para sostener a la familia: somos cinco hermanos, mi padre y mi madre. Yo soy el mayor; sigue mi hermana, cada vez más hermosa, mis dos hermanos y luego la más pequeña de casa. En cuestión, aquel día estaba matizado por el brillante sol en todo lo alto y las colinas adornadas con la frivolidad de la primavera. Yo bajaba tranquilamente por el sendero de la montaña, pues siempre me había gustado ese camino, escuchando el sonido del arroyo que resbala contiguo serpenteando por la ladera, observando silencioso y alegre. Cuando llegué al pueblo no pude evitar notar una atmósfera extraña; a pesar del día, la gente estaba fría, vacilante; temerosa, diría. Compré las cosas y marché a casa.
De regreso también me sentí inquieto; empecé a notar cosas raras, ruidos aquí y allá, fugaces y escurridizos, como el galope de caballos a lo lejos, ráfagas que pasaban igual de veloces y más allá gritos y alaridos… Continué, despacio, muy despacio, siempre con la mirada al frente, oyendo el viento, y los ruidos que aumentaban alrededor, más y más... Hasta que de pronto cesaron, de súbito, como se apaga una vela en la oscuridad… Me detuve. Consternado observé ante mí millares de fragmentos e imágenes que pasaban y se escapaban, pero no importaba, en ese instante no importaba… Me reincorporé y miré alrededor; ahora todo se había nublado, la primavera se marchaba temerosa, la visibilidad ahora era muy baja, y los frondosos árboles apenas se percibían a la distancia… Continué hasta llegar a la entrada de la aldea, deteniéndome y observando. Ya no había nada que temer. Avancé serenamente atravesándola: subiendo la empinada colina que daba a nuestra casa y llegando hasta el portón en donde naturalmente suspiré encantado, pues veía las altas montañas escarchadas con la pálida nieve , siempre con nieve perpetua; veía la niebla que se colaba zigzagueando a través de los árboles ; veía el agua de los arroyos que bajaba de puros manantiales y aumentaba gradualmente el cause del río amplísimo que seguía perdiéndose entre las montañas; y el cielo ahora un poco nublado, y posándose en el techo de la casa los pájaros que revoloteaban, y colgadas en la puerta las cabezas cercenadas de toda la familia, cosa que, por cierto, siempre me pareció pintoresca.
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