Veo de lejos caminar al hombre inusual,
lo veo en medio de su mundo
inmenso,
y a la vez chiquitito
ese,
donde se enamora,
pierde los papeles,
y retuerce su mirada
atrás, adelante, al fondo
y donde retuerce su mirada otra vez,
entre sábanas que son legítimamente
sobrecogedoras, cuando acaba el día.
Y pende sobre él la mirada absorta de todo lo innecesario,
y un suspiro sacude su empolvada mansedumbre.
Y así
llueven miles de palomitas muertas a sus pies,
y él levanta la vista, pierde los ojos, y
escarapelado, tiembla, suda profundo.
Y se traga a si mismo.
Y se levanta nuevamente a cavar su tumba, esa donde será profundamente feliz,
donde ayunará los días de sosiego,
donde buscándose, se precipitará hacía las alturas más llanas.
Donde cogiéndose la frente con tristeza,
se acordará de ella, sonreirá, y volverá
nuevamente a llorar desconsoladamente.
Donde su última lágrima será fuego celestial, suspendido en el momento en que los ojos de la mujer recogen toda la miseria del mundo
y la pintan de colores naturales, inconfundibles.
Y le dirá: ¡qué pesado eres!,
y esos labios serán benditos.
Y todo será nuevamente un hueso roto, en miles de pedacitos de colores, y no se sabrá jamás cómo pegarlos.
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