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Inicio / Cuenteros Locales / Jean_Paul / El sentido de una frase

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Sentado en mi escritorio frente al procesador de texto que mostraba un viejo cuento nunca terminado de escribir, quedé absorto mirando aquel cursor que titilaba como ansioso a que lo alimente con mi imaginación como habitualmente lo hacía y terminar de una vez por todas con ese condenado relato que hacía años había comenzado. Dispuesto ya a teclear la “coma” que le daría el sentido correcto a una frase (No recuerdo cuál era) fui distraído por el sonido del picaporte que giraba.
Mi hermano entró y se desplomó sobre su cama, noté que algo lo acongojaba, sus ojos llorosos lo delataban. Como siempre mi conversación con él fue extremadamente efímera, Víctor, así se llama, no es una persona a la que cualquiera llamaría “sociable”:

-¿Te sentís mal?. –Pregunté sin alejar mi vista del monitor sabiendo que su respuesta no iba a evidenciar debilidad.

-¡Nooo!

Fue una negativa distinta a la que esperaba, parecía que en ese monosílabo se le iba la vida, lo dijo como asegurándose que no le quedara aire en los pulmones para seguir hablando. Su tan particular orgullo suponía que no iba a decir más al respecto.
Segundos pasaron hasta que mi hermana apareció también en mi cuarto, yo seguía ahí sin haber podido teclear esa maldita coma mientras la barra negra en mi monitor seguía titilando, insistiendo en que olvidara todo y termine de una buena vez.

- Mamá está en el comedor, quiere vernos. –Dijo Mari (mi hermana) al tiempo que una lágrima descendía por una de sus mejillas.

- ¿Me quieren explicar qué está pasando?. –Respondí intentando echar un poco de luz a la situación.

- Dale, vamos. –Insistió Mari al tiempo que mi hermano, como alzado por un hilo invisible atado a su pecho, se levantaba de la cama.

Confundido, asustado y hasta algo frustrado por tener que dejar para más tarde esa tecla que iba a tipear, me levanté y, como en una fila india, nos dirigimos los tres hacia el comedor.
Entonces la vi… la imagen más deprimente que mis ojos hayan visto en toda mi vida. Era ella, mi amada madre. Recostada sobre el sillón, demacrada, parecía no tener fuerzas ni siquiera para pestañar y de esa forma dejar caer las lágrimas que cristalizaban sus ojos.

-¿Qué pasó?, ¿Dónde está papá?, ¡Díganme por el amor de Dios! –exclamé con mi cara ya empapada de lágrimas cuyas razones ignoraba.

-¡Se fueee Juan!, ¡Se fueee! –Y al decirlo pegó un grito de profundo dolor, Dios Santo, ¡Qué grito!, parecía nacido de las entrañas del mismísimo infierno.

Se fue… ¡Mi papá! Concluí, él era el único que faltaba en la desgarrante imagen familiar. Lloré, grité y hasta caí de rodillas en el parqué del piso, luego me levanté y abracé con todas mis fuerzas a mi mamá quien inmóvil, como pasmada por lo ocurrido, finalmente cerró sus ojos liberando aquellas lágrimas que retenía su pasada estupefacción.
En medio de nuestro dolor el teléfono sonó, Víctor contestó y luego de una breve conversación con la persona del otro lado de la línea colgó y nos comunicó:
-Era papá, dice que ya está todo listo en la funeraria.

-¿Qué?, ¿Alguien me puede decir qué está pasando?

Claro, nadie respondió, porque no tardé mucho en darme cuenta que el que faltaba, el que faltaba era yo.
Entonces recordé mi cuento y aquella coma que le daría sentido a la frase y también a lo que estaba viviendo: “-¡Se fueee (coma) Juan!, ¡Se fueee!”
Corrí hacia mi escritorio para tipear la condenada coma, pero en ese momento, algo me distrajo, era el sonido del picaporte que giraba.

Texto agregado el 31-01-2004, y leído por 220 visitantes. (1 voto)


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