Hoy, en medio de la carcoma y el murmullo del mercado, la vi.
Tan agraciada, tan pedestre, tan iluminada que su presteza era distinta a la del mundo, más parsimoniosa, más linda.
Yo, un rancio vividor, en púber me cristianicé y no supe que expresar, no supe que hacer ante tal belleza, ante tan veraz hermosura.
Era una simple mercadera de un puesto de verduras, sin embargo, una soberana se erigía ante mi esencia y genuflexiones merecías por montón. Y de la nada, con hombría impuesta por el embrujo de su mirar, me aproximé hacia ella, y con galantería sin igual, escudriñé en mi cúmulo experencial las mejores oraciones que había escuchado o leído y le dije:
“Señora de los follajes, matrona de la perfección,
tus zarcos quinqués miran el espíritu de los querubes y los embutes de fruición.
Mujer de gran belleza, hechicera de los meollos,
no desertes de mirar mis entresijos que mi hálito buscará la vida en los tuyos”
Ella, dobló levemente el cuello, me miró con un brillo distinto en sus ojos, empequeñeció un poco los párpados y expresó:
“¿Qué mierda me dijo iñor?”
Y de sopetón descubrí cuan inculto soy
|