¿Por qué?
Siempre tuve curiosidad por las cajas cerradas. Como la que tengo en las manos. Forrada con papel brillante, adornada con un moño muy elegante de cinta satinada. No tiene tarjeta. Pero sé de quién es. Hoy es mi cumpleaños. En estas fechas se suelen recibir regalos y regalos. ¿Por qué repito la palabra si me hace daño? Tal vez crea que al decirla tantas veces me acostumbraré a ella, me volveré inmune a su poder evocatorio. Pero no. La pronuncio y antes de llegar a la última sílaba aparece ante mis ojos el paisaje seco, la vegetación sedienta y el clima caluroso que servía de marco a nuestro rancho, años atrás en el Chaco ¿Cuántos? ¿Treinta? ¿O treinta y cinco? ¿No podré olvidarlo nunca? Me juré a mí misma hacerlo, cuando tuve noción de todo lo que significó. Pero he aquí que con el solo hecho de ver un inocente y anodino paquete, vuelve todo el recuerdo, salvaje, doloroso, mordiendo cáusticamente el alma.
Hacía calor. Una nube de polvo rojo se agrandó en el horizonte hasta convertirse en una camioneta de altas ruedas y carrocería brillante que frenó a pocos metros de la tranquera. Emergiendo como dioses del Olimpo bajaron de ella dos personas. Una señora de blusa y falda blancas y un hombre moreno, alto, de pelo enrulado y mirada dura. Ella era todo sonrisas. Se puso a hablar con mamá de muchas cosas que yo no entendí.
Mis hermanas fueron a buscar una gallina del despoblado gallinero.
¡Pobre mi mascota! Era la única que no estaba clueca. No se salvó. Fue sacrificada para acompañar al guiso de arroz.
Guadalupe, mi hermana mayor, trajo los choclos tiernos de la chacra, que estaba ahí nomás, detrás del rancho. Parecía imposible que de ese lugar árido y arenoso pudieran cosecharse esas mazorcas, algo escuálidas, pero jugosas, con las cuales se hizo en tiempo récord un riquísimo pastel.
Los huéspedes parecían importantes. Más tarde supe que serían los nuevos patrones. Habían comprado todo el campo.
La señora sonrió cuando me miró. Me gustó. Quise acercarme, pero mamá me advirtió que no lo hiciera. Lo adivinó en mis ojos, semi cerrados por la conjuntivitis, que atraían a las moscas verdosas.
Lolita dejó de buscarme liendres cuando me levanté de la silleta.
No quería que me acercara a la señora. Yo estaba sucia. No le hice caso. Me atraía como un imán. Las voces airadas de mi madre se perdieron en el canto colérico de una cigarra escondida en el tronco de un árbol cercano.
Pero ya estaba con ella, sin importarme que mi bombachita llena de tierra pudiera ensuciar su pollera Mi madre quiso sacarme de ahí. Pero la señora hizo un gesto con las manos y quedé triunfalmente sobre el regazo. Me acurruqué entre los brazos; me tomó el rostro sucio y sin importarle los mocos secos sobre mis mejillas, me dio dos besos. Cerré instintivamente los ojos. Oí gritar a mamá, pero no quise abrirlos.
No sé que más pasó. Recuerdo que yo lloraba. Estaba en el arroyo con mi hermana mayor. Me bañaba. Debía estar limpia. Que tendría suerte.
En el almuerzo nos dieron mandioca con poroto. Me preguntaron si quería una presita de gallina. Recordé que era la “polaca”. Moví la cabeza negando. Los mayores hablaban y hablaban. Mis padres parecían contentos. Cuando pude me acerqué nuevamente a la señora. Ella me acarició el cabello. Ahora estaba limpio, aunque no bien peinado. Mi madre rió. Preguntó si yo le gustaba. Quedé en suspenso. Quería saber la respuesta. ¡Dijo que sí! ¡Qué era preciosa! No podía creerlo. Sentí que la amaba. Que me hubiera gustado que fuese mi hada madrina. Entonces mamá dijo aquello: "Si te gusta, te la regalo". Ella sonrió pero no contestó nada.
Unas horas después de haber recorrido las tierras, la pareja subió a la camioneta.
Mi madre preguntó:"¿No vas a llevar tu regalo?".
Ella quedó callada unos instantes. Su marido dijo algo por lo bajo. No pudimos escucharlo. Contestó:
-¡Claro que sí!
Me subieron a la camioneta. Mis hermanitos se despidieron con las manos en alto. No sabía si estar triste o contenta.
Los primeros años los extrañé. Hasta el calor terrible del Chaco. Después me acostumbré.
-¿Te gusta, mamá?- la voz impaciente de mi hija me rescata de los recuerdos. Digo que sí, aun sin saber qué hay en el paquete.
Le tomo el rostro, como lo hicieron conmigo, muchos años atrás, y le doy un beso.
Se me escapan algunas lágrimas, que ella no ve, y ahogada en mi pecho, surge la pregunta, en un murmullo:
-¿Por qué me regalaste, mamá?
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