Los Sueños de Pelusa
Pelusa era una niña inquieta, juguetona y muy curiosa. Le gustaba siempre estar rodeada de otros niños a quienes poder mandar y dirigir. Quizá sólo se sentía bien sabiéndose la líder de todos los grupos a los que pertenecía y quizá esta característica le haría cada vez más difícil pertenecer a nuevos grupos.
La infancia de Pelusa fue feliz. Le correspondió vivir tiempos difíciles en su país, pero sus padres supieron disfrazárselos en la medida justa para que no interrumpieran la tan necesaria alegría que requieren los jóvenes para crecer sanos de sentimientos y sin rencores heredados. Después de todo, los pecados originales no existen, y las generaciones futuras van a tener tantas oportunidades como nosotros para crear sus propios pecados.
Los únicos momentos en los que Pelusa gustaba de estar sola eran aquellos que dedicaba a soñar. Sus sueños eran su segundo mundo, su realidad alternativa, aquella en la que podía atreverse a no ser líder y sólo dejar que las cosas sucedieran porque sí (aunque rara vez ella permitía que las cosas fueran así). Poco importaba si estaba dormida o despierta, sus sueños eran momentos esperados y planificados con antelación. Su sueños preferidos eran aquellos en los que conseguía volar. En ellos era libre de verdad, en ellos no sentía miedo a perder el control y tenía una perspectiva del mundo que le hacía sentir que era ella y sólo ella quien tenía la libertad absoluta.
Cuando Pelusa aterrizaba de estos sueños se encontraba con la amarga realidad de tener que compartir su liderazgo con otros niños. En su niñez eran todos familiares, especialmente los primos directos, con quienes formaban un grupo muy unido, un espacio de juego, de crecimiento y de cultivo de las capacidades de cada uno.
Al igual que todas las criaturas en crecimiento, Pelusa era un caldero en el que se mezclaban a fuego lento sus sueños, su grupo de primos y amigos de la infancia y su curiosidad. El resultado de esta mezcla fue que ella, a su corta edad, vislumbraba que estaba viviendo un entrenamiento para una vida futura. Como todos los niños, Pelusa creía ilusamente que el paso de la niñez a la adultez era un salto discreto, un día te acostabas como una niña y al otro despertabas como una adulta. Un día eras irresponsable y al día siguiente dejabas de serlo. Gracias a sus sueños y su curiosidad, Pelusa creía que estaba preparándose para el día en que, sin aviso previo, se despertara como una mujer adulta. En ese momento ella sería perfecta, porque ya estaría preparada para ser la mejor líder.
Desde ese momento, Pelusa comenzó a esperar con ansias el día en que se despertaría como una mujer adulta y pondría a prueba las capacidades en las que se estaba entrenando.
Afortunadamente para Pelusa y para toda la especie humana, el deseo por el sexo opuesto aparece mucho antes que amanezca ese día en que esperamos despertar como adultos. Si fuera de otra forma, quizá nunca conoceríamos el amor más puro, el más intenso. Así fue como, poco a poco, los sueños de Pelusa comenzaron a desviarse hacia otros rumbos. Comenzó entonces a crearse a su príncipe azul, alguien tan soñador como ella, alguien a quien ella pudiese controlar e incluso quizá le permitiría creer que él la controlaba en algunas cosas sin mayor importancia.
Los sueños que no cambiaron en ese momento y que no cambiarían hasta el final de sus días, eran aquellos en que volaba. Ahora surcaba los cielos de día y de noche, sobre campos y ciudades, y en algunas oportunidades se daba un tiempo para buscar en la superficie algún candidato a príncipe azul. A veces los veía desde lo alto y se atrevía a bajar a conocerlos, los tomaba de la mano y los invitaba a volar con ella. Uno de estos candidatos aceptó su mano y se atrevió a volar junto a ella y con ella. Pelusa conoció el amor y al inicio se entregó por completo a él. Ese fue quizá el período más intenso en la vida de Pelusa, aquél al que continuamente volverían sus recuerdos en los momentos difíciles.
Dos personas que gustan de volar difícilmente ponen los pies en la tierra. ¿Para qué hacerlo? si son más felices en el aire. A medida que la primera juventud se nos empieza a acabar y que nos damos cuenta que aún no hemos despertado como adultos, nos percatamos tarde o temprano que el tiempo de volar es cada vez más escaso y que el mundo real nos pide y casi nos obliga a jugar con sus reglas. Mientras Pelusa se adelantaba a su tiempo con esos pensamientos, su compañero y príncipe volador parecía no darle mayor importancia al mundo de abajo. Para él Pelusa comenzó a parecer aburrida, lo obligaba a bajar cuando estaban en lo mejor de sus vuelos. Eso no podía durar mucho más y fue así como nuestra amiga se percató con mucho dolor que su príncipe volador no sería nunca su verdadero príncipe azul y que la felicidad de ese período viviría siempre como un recuerdo azul en su corazón.
Desde ese momento, Pelusa comenzó a esperar (además del día en que despertaría como adulta) la llegada de su verdadero príncipe azul. Quizá tuviera suerte y ambas cosas sucedieran al mismo tiempo.
El paso de la niñez a la juventud incluye un cambio de ambiente. Los grupos a los que Pelusa pertenecían ya no eran sólo de primos y amigos cercanos. Ella ya no era tan fácilmente aceptada como la líder. Sus grupos se fueron alejando (o quizá ella los fue alejando) y se quedó sólo con aquellas amistades que le reconocían liderazgos o que la querían y conocían tanto como para no tomar tan en serio sus deseos de liderazgo. En ese momento Pelusa sintió miedo a la soledad. Siempre había estado rodeada de gente que la aceptaba y de pronto se percató que el ser aceptada (más aún como líder) no era una tarea fácil. Deseó más que nunca despertar como adulta para saber cómo resolver sus problemas, deseó más que nunca al príncipe azul para volar y aterrizar juntos y ahora agregaba a sus esperanzas un grupo de gente en el que pudiera sentirse aceptada y al cual dirigir.
La vida sentimental de Pelusa tuvo varios altos y bajos. Pasó desde príncipes voladores hasta príncipes tan enterrados en la tierra que nunca pudo despegarlos. Finalmente escogió un hombre intermedio, alguien con quien no le asustaba un futuro conjunto, alguien en quien confiaba su seguridad y que era capaz de compartir algunos de sus sueños, quizá no tantos como ella quería, pero los suficientes como para mantener las esperanzas de algunos vuelos esporádicos.
La vida de Pelusa se calmó. Fue quizá un período de resignación, de dejarse llevar por la vida, de esperar por sus esperanzas, de confiar en que llegaría el día en que despertaría adulta, junto a su príncipe soñado y con muchos amigos. Fue en este estado cuando llegó su primer hijo. Pelusa concentró todos sus esfuerzos en él y luego en su segundo hijo. Sus recurrentes esperanzas parecían esconderse cada vez más en algún lugar de su ser y ya casi no quedaba tiempo para despertarlas.
Al igual que todos, Pelusa creía que si escondía sus esperanzas muy adentro, ellas no le molestarían. Puede que a algunos esta táctica les resulte, pero para un ser tan curioso como nuestra amiga, eso era imposible. Sus esperanzas nunca pudieron estar completamente escondidas, siempre eran alimentadas por deseos y sueños, por vivencias y recuerdos.
Ocurrió en cierta ocasión, justo la noche de su cumpleaños, cuando Pelusa se acercaba a la mitad de su vida y ya esperaba su tercer hijo, que ella tuvo un sueño en colores tan nítidos como los que solía recordar de su niñez.
En su sueño ella vivía sola y amargada en una pequeña cabaña en la mitad del desierto. Aún al recordar el sentimiento de soledad de su sueño, una lágrima rueda por su mejilla. En su sueño ella sabía que estaba de cumpleaños y pidió un deseo, el de volar. Desde pequeña Pelusa aprendió a dirigir sus sueños, y comúnmente escogía volar. Recordando (y casi añorando) su niñez, Pelusa pidió nuevamente volar en su sueño y el deseo le fue concedido.
Se elevó entonces Pelusa y atravesó los picos de las montañas que asomaban entre las nubes. Pensaba que en las alturas podría encontrar un lugar más feliz que la cabaña del desierto que se perdía bajo sus pies.
Los vuelos en los sueños de Pelusa siempre habían sido a muy baja altura. Le gustaba la sensación de velocidad que producía el pasar entre los árboles y las montañas. Sólo por esta vez ella se atrevió a mirar hacia arriba, con la esperanza de la felicidad que se esconde allá lejos, donde nuestros ojos no alcanzan a ver. Mientras más subía Pelusa, menos veía. Fue entonces que ella comprendió que debía buscar abajo, que la altura sólo le servía para ver más cosas al mismo tiempo y que la felicidad debía de estar allá abajo y no necesitaba subir más alto que lo necesario para saber dónde buscar.
Desde las alturas Pelusa divisó unas luces que le atrajeron desde la oscuridad de la noche y se lanzó en picada sobre ellas. Bajó hasta la altura de una ventana en un segundo piso de una casa y vio a una mujer de edad media que estaba junto a dos pequeños niños, consolando a uno de ellos después de una pesadilla. Pelusa sintió envidia de ver cómo el niño confiaba en su madre, cómo la abrazaba, quería y respetaba. - Así es como debe actuar una líder de verdad – pensaba mientras continuaba mirando la escena hasta que el pequeño niño se dormía en los cálidos brazos de su madre.
Siguió Pelusa a la madre con la vista mientras ésta abandonaba la habitación de los niños. Rápidamente se cambió a una ventana del primer piso de la casa para ver la continuación de la escena. La mujer entró a su habitación con una expresión de cansancio y de satisfacción al mismo tiempo. La vio recostarse al lado de su esposo y pasar un brazo alrededor de su cuerpo, con mucho cuidado para no despertarlo. Pelusa siguió mirando esta escena hasta que la mujer se quedó profundamente dormida.
Pelusa no quería abandonar su sueño. Le gustó lo que vio y se sentó a la entrada de esa casa a meditar en lo que había sucedido. Al poco tiempo de estar sentada se durmió dentro de su propio sueño y sólo despertó cuando escuchó las voces de unos niños que alegremente le cantaban el “cumpleaños feliz” y de un esposo que cariñosamente la saludaba con un beso.
Pelusa no estaba segura si aún seguía soñando, si estaba despierta o aún dentro del primer o segundo sueño, pero luego descubrió que la escena de la pesadilla del niño había sido real, que se había despertado justo en el momento en que se dirigía en picada a la casa de su sueño y que, al dormirse meditando sobre lo sucedido, se había vuelto a dormir de verdad. La casa de su sueño era su casa. La familia de su sueño era su familia, ella era la líder de su grupo, un grupo al que amaba profundamente y que la amaba a ella de igual forma.
Ese fue el día que Pelusa siempre había esperado. Ahora se sentía madura, pero al mismo tiempo sabía que no había sido a costa de sacrificar felicidades que no quería transar. Ahora se sentía parte de un grupo, del que más le importaba y era reconocida como líder. Ahora dejaba de desear un príncipe azul y se decidía a pintar de azul al hombre que estaba a su lado, a quien quería con la sabiduría de la madurez.
Pelusa aún sigue soñando, y sigue escogiendo volar en sus sueños. No ha vuelto a intentar volar hacia lo alto porque no lo necesita. Mientras vuela rozando árboles y montañas, ella está siempre atenta por si escucha el llanto de alguno de sus niños, un pequeño asustado que necesite que su líder deje de jugar un momento para atenderlos.
Cuando Pelusa mira hacia atrás y avanza hasta su infancia se alegra de todo lo vivido. Aún extraña los sentimientos que le provocó su primer príncipe, aún extraña su grupo de primos a quienes le gustaba dirigir. Lo que ya no extraña es la esperanza de un día despertar madura, porque le bastó ver desde la ventana la mirada de su hijo para saber que ellos así la ven. Cuando ella piensa cuál fue el momento en el que maduró, dependiendo de su estado de ánimo, encuentra dos respuestas: - cuando me acostumbré a vivir con mis problemas y - cuando aprendí a reconocer lo que tenía a mi alcance.
Afortunadamente para Pelusa y para su familia, la segunda respuesta es la más frecuente.
Jota |