Elena estaba sola en su casa, al lado del río, cuando se desató el invierno más oscuro que se recuerde en esos lugares. Hace dos años que no llovía y toda el agua acumulada en las nubes se dejó caer repentinamente.
Elena, ensimismada en la confección de su ajuar, parecía no darse cuenta de la temprana oscuridad a pesar de tenerle pánico. La aguja entraba y salía de las telas juntando colores, convirtiendo géneros inútiles en hermosos pañuelos, enaguas y vestidos. Bajo la hábil mano de Elena los hilos no se enredaban.
Ella sabía que era tarde. Levantó de pronto su rostro en un ademán de cansancio y sus ojos se quedaron fijos en la ventana. El agua golpeaba los vidrios y las sombras de los árboles, azotados por los vientos, parecían enormes figuras humanas danzando una polca.
En un ataque de horror Elena enterró la aguja en su mano, se levantó del sillón y comenzó a correr por toda la habitación sin saber qué hacer.
-El río, el río, ¡ay! ¡ay! Ayúdenme por favor-
No sabía dónde ir, no recordaba que hacer en esas emergencias y le disgustaba quedarse de noche sola en esa casa. En su desesperada carrera se encontró cara a cara con el gran reloj de su abuelo que todavía marcaba las nueve en punto. El grito de pánico que salió de su boca opacó por unos instantes el ruido de la tormenta.
-Las nueve- balbuceó –las nueve- volvió a repetir.
Su respiración se hacía difícil, el sudor arrastró la sangre de su herida y su cuerpo comenzó a temblar levemente.
-¡Ay! Mi Dios, las nueve en el reloj del abuelo, ¿será cierto?- sacudió la cabeza y se apartó del fatídico reloj.
Era un reloj antiguo traído por su abuelo antes de la guerra. Cuando se lo vendieron le explicaron que no funcionaría a menos que se acercara la muerte. El abuelo de Elena, hombre escéptico y nada supersticioso, no creyó semejante patraña. El objeto le había gustado mucho así que lo compró y lo llevó a casa. Su esposa lo aceptó con algo de recelo. Lo pusieron en la sala principal y después de darle cuerda se olvidaron del adorno. La mujer le daba cuerda religiosamente cada cuatro días, pero como la llave estaba en la parte posterior jamás miraba la hora. Así pasaron seis años hasta que un mal día el abuelo de Elena se da cuenta que el reloj marcaba las diez menos cuarto cuando en realidad eran las cinco de la tarde. Se acercó para mirarlo y sus agujas estaban adornadas con brillantes telas de arañas, señal inequívoca de no haberse movido en años.
-Mujer, mujer- llamó molesto- Hace cuánto tiempo que no limpias nuestro hermoso reloj. No le has dado cuerda.
-Sí querido, le doy cuerda cada cuatro días como me lo ordenaste, pero ahora que lo mencionas no recuerdo haberlo escuchado dar las horas ¿estás seguro de que las anuncia con campanadas? No me gusta este reloj.
En ese mismo instante el reloj comenzó a sonar, tan, tan, tan siete campanadas y las agujas de reloj se movieron rápidamente marcando esa hora.
La mujer tembló de pánico y se desmayó. El abuelo de Elena se golpeó la cara para alejar las palabras del vendedor y se apresuró a socorrer a su esposa que ya había caído al suelo inconsciente. La llevó a su cuarto, pero no la pudo despertar nunca más. Esa noche fue el médico y nada pudo hacer.
-Paro cardíaco- Hora del deceso, siete de la tarde- anotó en su libreta.
El abuelo de Elena estaba desconsolado, no podía creerlo, se sumió en una triste y enfermiza pena y ya no habló, ni salió de su cuarto hasta el día de la boda de su hijo menor, cuando él le pidió el reloj de la sala como regalo.
- Ese reloj está maldito, sólo trae catástrofes. Nunca funciona
- Padre, no diga tonterías, además a Viviana le gusta mucho. Se va a ver muy bien en la casa del río.
- No, no. Ese reloj anuncia muerte, muerte. La muerte de tu madre, lo dijo, el reloj lo dijo...
El hijo movía la cabeza con mucha congoja.
- No te das cuenta que está marcando las siete, la hora en que tu madre murió.
- Usted no está bien, eso fue hace cuatro años.
El abuelo de Elena fue internado en un sanatorio para locos durante diez años. Su boca volvió a cerrarse y ya nunca más dejó escapar sonido alguno.
Una calurosa tarde de verano, mientras los niños se bañaban en el río y el padre de Elena dormitaba la siesta el reloj comenzó a sonar. Tan, tan, tan, nueve campanadas y el horario y minutero corrieron para marcar ese tiempo. El padre de Elena saltó de la cama y miró el reloj. Salió corriendo de la casa a buscar a sus hijos y esposa y los obligó a entrar a la casa y los hizo permanecer sentados hasta las nueve de la noche. La madre de Elena, que estaba embarazada no dejaba de llorar creyendo que su marido se había vuelto loco de atar.
La familia permaneció así hasta las diez de la noche. Al ver que nada ocurrió el padre de Elena comenzó a saltar de alegría y a besar a cada uno de sus hijos. Nadie entendió nada y todos quedaron muy asustados.
Al día siguiente un telegrama les anunció la muerte del abuelo, ocurrida en el sanatorio a las nueve de la noche anterior.
El padre de Elena no quiso saber nada más. Agarró a su familia, a su esposa y se los llevó a la ciudad. La casa del río se cerró hasta que Elena creció y quiso conocerla.
El cielo se iluminó y un relámpago encendió la tormenta más gigantesca que se haya conocido. Elena se acurrucó en el hueco que formaba el sillón y la pared. Sus ojos seguían fijos en el reloj.
-Por favor, que no sea cierto. No es verdad. Un reloj no puede anunciar la muerte de nadie, no es posible.
De pronto el reloj comenzó a sonar, tan, tan, tan, once campanadas y las agujas comenzaron a dar vueltas para detenerse en la hora señalada.
Elena quedó paralizada, muy despacio levantó su mano izquierda y miró su reloj
-Las siete. En cuatro horas más alguien va a morir- los pelos se le erizaron y la sangre se le congeló en las venas – en cuatro horas voy a morir.
Cuatro horas, cuatro horas. Elena sólo podía repetir esas palabras. Inmóvil, acurrucada como el más fiel de los perros en su rincón. En su mente sólo retumbaban aquellas tres funestas palabras “voy a morir, voy a morir”.
A cada respiración Elena miraba su reloj, -las siete y cuarto.
Los relámpagos y truenos se sucedían sin tregua, cada vez más cerca el uno del otro. La lluvia golpeaba la casita del río con la furia de una cascada.
-Tal vez no sea yo. El que marque esa hora y yo lo haya visto no significa que yo sea la próxima difunta-
Elena se daba fuerzas, pero con tan poca esperanza que apenas le servía para girar su cabeza.
Sobre la mesa su ajuar de novia, las tijeras y el hilo la devolvieron a la realidad. Sus ojos desorbitados miraban la estancia, pero no la veían. La expresión que fue tomando su rostro a medida que avanzaba el tiempo iba endureciendo los antes felices momentos de sueños y esperanzas. Poco a poco se iban congelando.
Un ventarrón juguetón vino a traer sorpresa al abrir las ventanas empapadas. Éstas cedieron bruscamente y empujaron el antiguo reloj que cayó al suelo sin romperse y con las once pintada en su cara.
Elena ya no pensaba, sólo clavaba sus ojos en el reloj tendido primero, y luego el de su mano.
- tres horas para mi muerte-
El cuerpo de Elena temblaba fuertemente, el sudor se había extendido a su cara y piernas y ya empezaba a traspasar sus ropas. El bello reloj de Elena brillaba en su mano y parecía burlarse haciendo caminar más rápido al tiempo.
-Dios mío ayúdame, dame una señal de que no es cierto, dime que fue una locura del abuelo y una locura de mi padre.
Las lágrimas se cristalizaban en sus mejillas y su rostro se volvía viejo y seco.
Dos horas la separaban de las once.
El agua de la tempestad entró por la ventana abierta y junto con ella el frío de la noche invernal se metió en la habitación y en la piel de Elena.
En un intento de quebrar el destino se puso de pie, tomó la figura de un caballo tallado en madera, regalo de bodas de sus padres, y miró amenazante el reloj. Lo alzó sobre su cabeza y en el justo momento en que iba a arrojarlo contra el reloj la habitación quedó a oscuras. Fugazmente la escena se iluminó y dibujó las siluetas del pánico.
-Moriré a oscuras, como un ratón en su madriguera- pensó Elena.
Un grito desgarrador y Elena cayó desmayada al centro de la pieza.
El agua de la lluvia besó su rostro compungido y la hizo despertar. Se incorporó despacio. La luz de la lamparita iluminaba suavemente la estancia, todo estaba igual. Corrió hacia el reloj, todavía en el suelo, y leyó las agujas, las once. Instintivamente su mano derecha fue a su muñeca izquierda y tocó su reloj de pulsera. Lo acarició -por favor que no sea verdad, que no sea verdad- y lentamente levantó el brazo.
Su reloj marcaba las dos. Un gran alivio casi la hizo caer de alegría.
-Era mentira, era mentira, reloj de porquería que manera de asustarme. Fui una idiota- Su rostro poco a poco volvía a ser el de antes, feliz y radiante –debo seguir con mi ajuar- pensó ¿dónde estarán mis géneros?
Una mueca en la cara de Elena pareció advertir un grito que nadie escuchó. Al darse vuelta su mirada tropezó con un cuerpo cuya mano tenía enterrada una aguja de coser igual a la de ella. En su mente se atropellaron los pensamientos. Toda su vida pasó por su cabeza como una película en cámara rápida, pero que terminaba en el preciso momento en que una tormenta sacudía los cimientos de la certeza más odiada.
patra
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