Un Cigarrillo Antes de Dormir
La ambulancia llegó quince minutos para las dos de la mañana. La sirena encendida despertó a los que aún no eran partícipes del hecho. El señor Martínez era una de esas personas, junto con su esposa.
-¿Qué sucede? –dijo ella, aún entre la vigilia y el sueño.
-Los paramédicos –respondió él, atisbando por la ventana cortinada al par de hombres que descendían del vehículo de emergencias, vestidos de límpido blanco.
-La señora Lola –se alarmó su mujer mientras encendía la luz de su velador para desperezarse. El semblante de su marido no la tranquilizó.
-Será mejor que te vistas –declaró él y volvió a mirar a través del frío vidrio del segundo piso.
Cuando llegaron abajo ya se hallaban todos ahí. Estaban los Monterrey, los Henríquez, los Davis y el señor Rojas, todos a medio vestir o en pijamas, reunidos en el porche. La noche era fría y no había nubes en el cielo.
-¿Qué pasó? –preguntó el señor Martínez.
-La señora Lola sufrió un ataque de hipoxia –respondió Guido Monterrey-. Karen nos ha dicho que no podía dormir y que se encontraba charlando con ella cuando sucedió. Llamó inmediatamente a la asistencia pero dudo que puedan ayudar.
-No seas pesimista –le reprendió Alba, su esposa, cuyas manchas en la piel se habían hecho más evidentes-. Tal vez se recuperará, no lo sabes.
Guido no respondió.
-Lleva mucho días así –intercedió el señor Rojas-, ya ha sufrido demasiado. ¿No crees que merece descansar?
-¿Tú querrías descansar en su lugar? –alegó Alba, mordaz.
-Pues sí, Alba –contestó Rojas con aire grave-, creo que lo haría. Después de todo, no estoy tan lejos de aquello.
La señora Monterrey le lanzó una mirada de reprimenda y cruzó enfurecida sus brazos. No era conciente de cuánto le angustiaba la situación. Ninguno de ellos lo era o, de lo contrario, pretendían que así fuera. Por su parte, Martínez tenía su propia opinión al respecto.
-Esto es una injusticia –bramó, colérico-, una canallada, un atropello. ¿Por qué a nosotros? –preguntó-, ¿por qué tenía que ser justo aquí?
Las miradas de todos se fijaron en él. No era como si no se lo hubiesen cuestionado antes, tan sólo que jamás habían tenido el valor para expresarlo más allá de la privacidad de sus habitaciones.
-Bueno –comenzó la señora Davis-, nuestros hijos… Todo esto lo hacemos por ellos. –Hablaba con aquel festivo acento que los caracterizaba a ella y a su marido, lo que casi le implantaba un dejo de simplicidad al asunto. Mas, aquello era tan sólo una ilusión.
-Lisa tiene razón –agregó su marido-. Los niños. Ellos están dando lo mejor de sí, lo menos que podemos hacer es apoyarlos.
Aquella era la justificación a la que se había aferrado con resignación cada uno de los presentes desde aquel fatídico día en que la notificación había arribado a sus puertas, pero para Hugo Martínez ya no era suficiente.
-Debe de haber una alternativa –razonó-. ¿Es que no podemos ganar sin sacrificar a los nuestros?
-En la guerra todos pierden –dijo sabiamente el señor Rojas-. No hay otro camino.
De pronto, un ruido proveniente del interior de la casona los alejó de la conversación. Era Karen, que llegaba al porche con aspecto sombrío y desaliñado. Su rostro se veía más amarillento de lo normal y parecía haber perdido cabello en los últimos días.
-¿Cómo sigue? –inquirió el señor Guido, aferrándose a su esposa en un gesto inconciente.
-Sufrió un infarto –dijo Karen, con sus ojos enrojecidos-. Los paramédicos la han entubado pero el pronóstico no es promisorio. Me han pedido que los deje trabajar a solas.
No hubo respuesta mientras Karen se unía al desolado grupo del porche. Estaba todo tranquilo allí afuera; el frío era el perfecto subterfugio para alejar la mente de los problemas reales.
La señora Henríquez tosió copiosamente y se volvió el centro de atención. Su marido, silencioso como siempre, se limitó a facilitarle su pañuelo y luego encendió su radio portátil para desviar los ojos de su compañera. Todos mordieron el anzuelo y aguzaron sus oídos a lo que el locutor relataba en aquel instante.
-… y treinta y siete heridos de gravedad. No hay noticias aún respecto de si el hecho responde a un ataque enemigo o a un accidente producto de las nuevas tecnologías con las que el Gobierno ha estado experimentando en los últimos meses. Tendremos más sobre eso en nuestra próxima edición.
“Y en otras informaciones, el Presidente anunció la repatriación de los siete jóvenes soldados que perdieron la vida durante la incursión del viernes pasado…
-Apaga eso –vociferó el señor Rojas-. No necesito oír sobre más muertes. Es suficiente con las que veo cada día en este lugar.
-Pero los niños… –intervino la señora Henríquez-. Ellos están allá afuera, luchando…
-¿Acaso crees que volverás a ver a tu hijo? –alegó, iracundo, el viejo Armando Rojas, quien había sido una vez soldado-. Miles mueren cada semana en medio de esta injustificada beligerancia y tú piensas reencontrarte con tu hijo. No me hagas reír…
-Será mejor que te calles –dijo el señor Henríquez, amenazante-. Si sigues hablando de mi hijo te enviaré de vuelta al hospital en esa ambulancia.
-¿Tú? –rió estrepitosamente Rojas-. ¿El sumiso señor Henríquez desea darme una paliza?
-Ya basta –gritó Karen y su cabeza dio vueltas-. La señora Lola está grave allá adentro y ustedes no encuentran mejor actividad que pelearse. Ya no puedo soportar esto. –Dicho esto, giró en redondo y desapareció por el pasillo en el interior de la vivienda.
El silencio volvió a azotar el pórtico y la radio se enmudeció, pero el señor Henríquez no la había apagado. Todos sabían lo aquello significaba: las emisiones habían cesado y sólo por una razón.
-¿Qué hora es? –preguntó Lisa Davis.
-Las dos en punto –dijo el señor Martínez-. Justo a tiempo.
A lo lejos, cerca de las colinas que se recortaban en el horizonte, los inquilinos vieron una tenue luz dibujándose temerosa contra el oscuro cielo. Luego, la luz se dividió en dos. Las parejas se abrazaron. El señor Rojas extrajo una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de su bata y lo miró con aprensión.
-Betty siempre me dijo que moriría de cáncer –dijo él, melancólico-. Nunca pensé que ella se iría primero.
Ahora eran cuatro las luces que se acercaban.
-Armando –dijo el señor Martínez-, ¿me regalas uno?
El señor Rojas lo miró sorprendido.
-¿Desde cuándo fumas? –preguntó.
-No lo he hecho en años –respondió Martínez, taciturno-. Es sólo que me gustaría un cigarrillo antes de…
-Antes de dormir –agregó Rojas, sonriente, y le alcanzó la cajetilla con cigarros.
En ese momento, los paramédicos reaparecieron llevando consigo a la señora Lola, exánime sobre la camilla. Tras ellos, una desconsolada Karen se dejó caer en los brazos del señor Rojas.
-Ya no puedo hacer esto –dijo Karen entre sollozos, mientras la ambulancia desaparecía calle abajo-. Quiero que todo esto termine hoy.
El señor Monterrey miró al cielo y vio la ominosa silueta a la manera de un ave de rapiña, observando hambrienta a su presa.
-Tal vez lo haga –dijo y nadie volvió a hablar.
El avión pasó tan raudamente sobre sus cabezas que el sonido no llegó sino segundos después, junto con el gas que era su carga. Los testigos de aquella nueva prueba no vieron el fluido esparciéndose sobre la finca. Tampoco lo vieron cuando los rodeó, ni aún después de que se coló por sus narices hasta sus débiles pulmones, ni cuando penetró por sus poros. El sopor fue la única evidencia de que el gas estuvo alguna vez allí, aquella ensoñación que derivó en vahído y que hizo que al señor Martínez se le escurriera el cigarrillo de su boca. Ya no sentía el brazo de su esposa alrededor del suyo, pero aún era capaz de palpar el sabor del tabaco en su paladar, quemándole la carne de los labios, chamuscando su garganta y fosas nasales, convulsionando sus miembros, hirviendo su sangre, extrayendo lentamente su vida.
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