En el vientre de los Andes, en algún lugar entre Perú y Ecuador, el deshielo de las altas cumbres baja por una garganta inaccesible hasta la roca profunda. La sangría arrastra pequeños cristales, tal vez cuarzo, dándole al arroyo naciente una corriente tornasolada de piedra viva. La vertiente se desprende como un llanto desde una grieta en la ladera y queda atrapada en un espejo rodeado por la espesura del monte que intenta en vano beberse el cauce.
Es extraño el destino del Yambuí; nace en la oscuridad de la montaña, se asoma a la luz del lago y se pierde, tal vez muere, en la sombra intratable del Amazonas.
Antes de la conquista, tribus rivales disputaban la potestad del niño rey que había nacido como fruto de un árbol, hijo del cielo y la tierra, hermano de la luna. Muchos guerreros murieron entre las hojas y su sangre se hacía lágrimas en los ojos del niño.
La luna llamó al viento y juntos llevaron al niño hasta la falda de un monte lejano, horadaron la piedra hasta que el pequeño cuerpo cupo en su interior. Luego sellaron la abertura con pedregullo y ascendieron hasta la cumbre para transformarse en nieve.
El llanto del niño rey se convirtió en río brotando de entre las piedras pero ya no está solo, el sol deja sus rayos en la corriente y los cristales los trasladan hasta dónde el niño bañando de luz las paredes irisadas de la caverna.