OTRO PLÁCIDO DOMINGO va llegando a su final. El sol, como una inmensa naranja partida a la mitad, asoma entre los edificios vecinos despidiéndose de a poco. El departamento ya está casi en penumbras, y sin embargo Emilio no parece dispuesto a encender las luces. No quiere distraerse del cuadro que se le ofrece sino hasta que el crepúsculo haya terminado definitivamente. Sólo entonces abandonará su puesto en el sillón verde y prestará atención al resto de sus ocupaciones, no muchas por lo demás.
Da un suspiro de ésos melancólicos. Como disfruta aquel panorama de calma, tampoco cerrará las cortinas del departamento, cosa que de todas formas es imposible, puesto que Emilio no tiene ni ha tenido, desde que vive allí, cortinas o alfombras o sábanas o manteles. Tiene, en cambio, cientos de objetos desperdigados por el suelo: libros, discos, películas en devedé. Muchísimos juguetes. Papeles escritos por manos propias y ajenas. Cajas de cartón, desperdicios. Periódicos amarillentos. Toda clase de cachivaches recogidos en la calle. Y, claro, el silloncito en que ahora está sentado, un mueble que a pesar de lucir cada día más antiguo y menos verde –o tal vez a causa de ello–, Emilio quiere muchísimo. Él es así, le tiene cariño a los objetos. Mientras, allá afuera ha empezado a correr viento.
A Emilio no le gusta exhibirse, he ahí otra razón por la que no se anima a encender la luz de la sala. Si lo hiciera –considerando que no tiene cortinas–, su vida privada quedaría expuesta a todo el mundo. Prefiere mirar sin ser visto, de eso no cabe duda. Concentrado, como cuando tiene ante sí un complicado juego de sudoku, observa atentamente el poco movimiento de la calle. Un niño y una niña dan un paseo en bicicleta por el parque. La que parece ser la madre de uno o de ambos los vigila con pinta de cansada. De pronto, los niños se han detenido a examinar de cerca alguna cosa que hay bajo un árbol. Emilio no quiere averiguar de qué se trata; por esta vez no desea adivinar los pensamientos de nadie. La verdad es que el día de hoy, especialmente en las últimas horas, se le antoja eterno.
Sabe que si fumara, tendría ganas de fumar. Se levanta, camina unos pasos y se prepara una taza de café en su cocina “americana”. ¿Por qué los gringos se arrogarán ese derecho de llamarse americanos? ¿La expresión no será excesivamente pretenciosa?, piensa Emilio al tiempo que echa en su jarro las dos cucharadas de azúcar acostumbradas. Vuelve a su sillón verde. Los niños ya se han ido. La noche ha terminado por instalarse.
DANIELA HACE CLASES de biología en dos colegios, uno de niños pobres y otro de niños pudientes. Ella, ni muy pobre ni tan pudiente, siente que por un lado cumple con ayudar a los que la necesitan, y por otro, cumple con darle a su vida cierta estabilidad económica, que también la necesita. Sus padres, profundamente católicos, le enseñaron desde niña a ser generosa con quienes corren peor suerte. Por eso Daniela trabaja en ese colegio periférico, sucio, donde le pagan mal y en el que, para colmo, la mayoría de los estudiantes no muestra ni el más mínimo interés por su clase.
Obediente, ha seguido el consejo paterno incluso ahora que es independiente y puede hacer lo que se le venga en gana. Y es por eso, también, que cada mañana, antes de irse a trabajar a uno de los dos colegios, prepara comida para su vecino de arriba, a quien no conoce –ni siquiera sabe su nombre–, pero que percibe espantosamente triste. Con él apenas se cruzó un par de veces en el ascensor del edificio, hace ya varios meses. El último tiempo, daba la impresión de que simplemente no salía. Daniela no entiende muy bien por qué se compadece tanto. Tiene claro, eso sí, que el vecino de arriba le resulta inexplicablemente atractivo. Pero, insistimos, no lo conoce.
La señora Leontina es la persona encargada de llevarle la comida a Emilio, por lo cual este último jamás se ha enterado de que es en realidad Daniela el alma caritativa. Todas las mañanas, cruza su habitual desorden para abrir la puerta. Lo hace con una poco sincera sonrisa, pálido el rostro joven, Buenos días doña Leo, Buenos días mijito, aquí tiene, Gracias doña Leo, Otra vez no durmió, No se preocupe doña Leo, gracias de nuevo, Buenos días, Hasta luego. Todos los días el diálogo es idéntico. Y siempre la señora Leontina se aleja meneando la cabeza, preguntándose qué le pasará a ese chiquillo, que nunca sale a ningún sitio. Emilio, por su parte, vuelve al silloncito verde. Come con toda calma, indiferente al ajetreo de la calle, pero sin perder ni un solo detalle desde su ventanal sin cortinas.
Daniela a esta hora ya va a bordo de la micro, no sabemos cuál porque va a depender del colegio al que le toque ir hoy. Durante el trayecto no ha podido apartar de su mente al vecino del departamento de arriba, tan misterioso y solitario, pese a lo guapo que es. ¿Cómo no va a tener novia? ¿Y a qué se dedicará?
En tanto, un viejo con aliento a vino se ha subido a vender botones, y Daniela, dadivosa, se los compra todos. Pero con lo distraída que es, antes de que se termine el día los habrá dejado olvidados en alguna parte. Es todo lo contrario a su vecino, pues elimina periódicamente los objetos inservibles, incluso de manera inconsciente. Tiene en su departamento lo justo y necesario. En cambio, por lo que la señora Leontina a menudo le comenta, el de Emilio es un absoluto desbarajuste.
Daniela piensa que el vecino de arriba padece el mal de Diógenes, una enfermedad de cuya existencia se enteró leyendo un reportaje del Reader’s Digest. Los que la tienen, acumulan y acumulan basura.
EMILIO SABE MUCHAS cosas. De hecho, gran parte de su vida se la ha pasado leyendo. Siente que gracias a ello, tal como le sucedió al Quijote, la noción de lo real se le ha distorsionado un poco. Y no le preocupa, al revés. Le gustaría parecerse todavía más a ese lunático que se movía en permanente y feliz ensueño. Sin embargo, el Quijote salió a recorrer el mundo, y Emilio ha elegido perderse demasiadas cosas, sobre todo después que optó por recluirse en el departamento. A él mismo le resulta complejo comprender por qué: ante lo infinito que parece ser el mundo, es mejor renunciar a recorrerlo. Le abruman las expectativas. Teme a la gente, no confía. El tiempo, además, es implacable. No me daré cuenta cuando ya la vida se habrá terminado.
Emilio se ha quedado dormido en el sillón. Es nuestra oportunidad para contar que no siempre vivió como vive ahora. Hasta hace un tiempo, tuvo padre, madre, amigos. Fue a la universidad, donde estudió historia para convertirse, algún día, en un profesional de la nostalgia. Estuvo enamorado. La niña de la que se enamoró, bastante diferente a él, lo admiraba porque escribía bonito. Se llevaban bien, conversaban horas y horas de lo que le sucedía a cada uno. Era linda, inteligente, pero aún más cobarde que Emilio –si es que eso era posible–, porque pese a estar también enamorada, escapó, como Emilio escapa ahora de ella y de todos.
Fue con esa niña con quien Emilio se dio su primer beso. Ocurrió en una fiesta un poco difusa, y cada vez que él lo rememora, se estremece, vuelve a sentir aquel sabor como a frutilla que descubrió esa noche de taquicardia adolescente. Desde entonces no ha vuelto a dar más besos, exceptuando lo que él llama algunas reincidencias, sencillamente porque no ha vuelto a sentir lo mismo por nadie. Hay ocasiones en las que se siente invadido por una oleada de deseo carnal. Por fortuna, conoce el trámite pertinente en estos casos. Sólo le asusta que, de tan autosuficiente, termine solo en vez de mal acompañado.
La niña de la que se enamoró le dijo un día que prefería estar sola, con lo que Emilio terminó por darse cuenta de que ella evitaba establecer compromisos para no sufrir, y al mismo tiempo, para poder involucrarse con quien quisiera por el tiempo que quisiera. Todavía, después de tanto tiempo, Emilio se sigue sintiendo utilizado, y por eso ha decidido dedicarle para siempre su rabia. Sin embargo, no es cosa fácil. Cada tanto, se la imagina allí con él. Y canta, porque Emilio también canta:
Se ha perdido mi forma de amar
Se ha perdido mi huella en su mar
Sabe muchas cosas, es verdad, pero nunca podrá entender su obstinación más bien ridícula. Tampoco sospecha que Daniela, al regresar hoy del colegio de niños pudientes, ha resuelto ir a conversar por primera vez con su vecino.
COMO A MUCHOS otros les sucede, Emilio despierta un poco malhumorado cuando duerme en la tarde, peor aún si lo despiertan. ¿Fue la puerta lo que sonó? No le anima que la señora Leontina vuelva a interrumpirlo por segunda vez el mismo día. No le he pedido nad…, Buenas tardes, Hola, No sé si me recuerdas, soy la vecina de abajo, Creo que sí, la que hace clases de biología, Guau, pero qué memoria, puedo pasar, Ya estás casi adentro, No eres muy caballero, Por supuesto que no, los caballeros no tienen memoria. Daniela soltó una risita. Emilio la miró y cerró la puerta.
– Asiento. ¿Un… café?
– No, gracias.
– Entonces un té…
– Bueno.
Mientras hervía el agua, Emilio intentó darle algo de orden a esa caótica salita. Pronto dejó de hacerlo. Era imposible.
– Te he oído escuchar sus discos –dijo Daniela de pronto. A Emilio se le iluminó el rostro, sabiendo a quien se refería.
– Me fascina, su música es de una simpleza… no sé, sugerente. Estimulante. Me dan ganas de escribir –respondió.
– Tú escribes.
– Sí –Emilio mostró los numerosos manuscritos que se apilaban a la derecha del sillón–. Es lo que más me gusta hacer.
– ¿Y por qué no me lees alguna cosa? –se atrevió a preguntar Daniela.
El rostro de Emilio, antes pálido, luego iluminado, estaba ahora levemente sonrojado. Pero no dijo nada. Se puso de pie y tomó al azar una hoja de papel entre la montaña que había en el suelo. Se aclaró la garganta.
– Esto se llama Dulce Celeste. Es un poco cursi, no te rías.
– ¿Es un poema?
– Algo así. Dice:
– Perdona, mejor lo leo yo.
– Ten –Emilio le pasó la hoja.
Daniela leyó en silencio.
– No tienes que tenerle miedo a las cursilerías.
– ¿Te gustó?
– No tienes que tener miedo…
– Pero, ¿te gustó?
– Para nada.
Él se puso serio.
– ¡Obvio que sí, me gustó! –repuso Daniela.
Emilio sonrió. Repentinamente, parecía que conocía a esa mujer hace mucho.
– Bueno –dijo ella–, lo que quería contarte es que a mí también me gusta su música…
– Tu té.
– …gracias. Y hoy día leí en el diario que está en Chile. El concierto, creo, es en dos semanas más en el cine alameda.
Emilio nuevamente se quedó mirándola.
– Hay que ver lo que te pierdes por no salir –siguió Daniela, al ver que su vecino no decía nada–. Y… ejem. ¿Quieres ir? Me gané dos entradas en un concurso radial.
No hubo respuesta, no hacía falta. Daniela se tomó el té en silencio, mirando por la ventana. Antes de despedirse, le dejó a Emilio unas pastillitas amarillas. Una al día, vecino. Confíe.
ESA NOCHE, EMILIO se puso a escuchar uno de los discos del cantautor en cuestión. Hace mucho que no iba a un recital, pero recordaba –con la misma nitidez de sus demás recuerdos– que antes, cuando lo hacía, repasaba las canciones de los músicos que iría a ver. Pasó a ser otra de sus extrañas costumbres. El disco comenzó a sonar –Emilio subió el volumen para que Daniela escuchara desde el piso de abajo– y, mientras, fue ordenando ese insufrible campo de batalla en que estaba convertida su casa. Sin darse cuenta, encendió las luces, quedando expuesto tal cual era a quienes por esas horas transitaban por el parque.
Tralala
trala lala lala
liralí lalala
Emilio recogió los animales de plástico, sus guantes de cuero, los lápices de colores. Barrió ese suelo sin alfombra. Botó los cuadernos de la época del colegio, colgó en la pared aquella figura del Cristo barroco –con toda su crueldad innecesaria, como decía un poema de Enrique Lihn. Decidió que, con un poco de suerte, convertiría ese departamento en un taller literario para niños pobres y pudientes.
PASARON, NO MUY lentamente, los días. Por alguna extraña razón, Emilio ya no estaba completamente seguro de que la niña de quien se enamoró existía en realidad. Y no estaba interesado en aclararlo.
La tarde del concierto, se paró frente a la puerta de Daniela e improvisó, lo mejor que pudo, una canción con la melódica, que es de esos pianitos que uno hace sonar soplando por un tubo. Ella abrió la puerta y la cerró con fuerza, por fuera, le sonrió, bajaron corriendo las escaleras destartaladas. Una vez en la calle, hicieron parar un taxi, Buenas tardes, Buenas, A la plaza italia, por favor. Cómo no.
El automóvil se puso en marcha. Emilio bajó la ventanilla y aspiró, radiante, una inmensa bocanada de esmog. |