Regalo de Navidad
Tendida de lado sobre la cama esperaba que el televisor mostrara alguna imagen nocturna para que la habitación perdiera su luminosidad. Las sábanas desordenadas al final del lecho le cubrían apenas los pies. Del aparato salía música suave y una voz empalagosa e impersonal decía algo sobre vacaciones en playas soleadas y llenas de estilo. –Más luz- pensó y movió ligeramente el pie derecho para que la tela color perla subiera un poco por su pantorrilla.
Por el hueco de la puerta abierta se coló un rayo amarillo, luego un golpe seco y una maldición.
Cerró los ojos. Hacía bastante rato que estaba sola, recostada, intentando no pensar y, al mismo tiempo, tratando de adivinar lo que él hacía por el sonido de sus pasos sobre las tablas del piso. Se había estado moviendo rápido o lento, como si tuviera prisa pero debiera dejar todo en orden, buscando, al parecer, algo. Por un momento los pasos cesaron y ella apretó más los ojos, quería irse, dejar todo ahí e irse, adelantarse, quizá huir.
Apoyándose en el codo levantó el cuerpo, buscó a tientas los lentes sobre la cama y no los encontró; suspirando se sentó. Sus pies tocaron la madera fría. En la pantalla se había hecho la noche.
-A la hora- dijo, molesta. Se incorporó y dio un paso hacia la puerta. Al otro lado del corredor el rectángulo iluminado de la otra habitación parecía una boca abierta, caliente. Desde dentro escuchó una cremallera cerrándose y luego silencio.
No sabía si acercarse o no, haber permanecido sola esa noche le dolía pero se encontró mirando la habitación en penumbras de la que había salido, desde el otro lado del pasillo.
-Suerte o muerte- se dijo.
-¿Qué dijiste?.
Escuchó las palabras mientras los ojos de él se clavaban en los suyos.
Una de las cosas que odiaba más era el poder de esos rayos verdes que, muchas veces, la habían perdido, obligándola a demorarse en una dolorosa búsqueda de sí misma.
-Nada... ¿qué haces?- se llevó la mano a la frente como visera para disimular la turbación.
-¿Dormiste largo eh?... ¿te duele la cabeza?
-No, es la luz... ¿qué haces?
-Empaco. Es que mañana salgo a las ... –y comenzó a moverse de nuevo por la habitación, casi frenético. Ella, apoyada en el dintel lo seguía con la mirada, sin escucharlo. Su voz era un lejano volar de moscas. Tiempo después dijo:
-¿Te emociona no? –y un trocito de rencor se le escapó por la comisura de la boca y no pudo detenerlo.
-Es que tengo que llevar mil cosas, ya sabes, y no sé cómo voy a...
Ella giró de nuevo y caminó hacia el cuarto de luces móviles que salían del televisor. Él volvió a abstraerse en el equipaje sin terminar la frase.
************
Caminaba descalza por un prado gris y la brisa movía su cabello oscuro, en el fondo una niña pequeña la llamaba moviendo las manos y los brazos y reía, de pronto sintió que a su lado la cama se hundía. No abrió los ojos, en parte porque no quería perderse el final del sueño y, en parte, porque recordó dónde estaba.
Él le acomodó las cobijas, dulcemente, sobre el cuerpo y se apoderó, casi voraz, del control remoto. Por minutos saltó de un canal a otro buscando algo que ver y, al final, decepcionado, se plantó en un programa de animales.
Ella lo seguía todo desde el sueño gris, inconcluso... –¿Terminaste? –susurró adormilada.
-Sí –dijo, acomodándose la almohada para levantar un poco más la espalda.
-Si no lo haces tú él no lo hará –se dijo mientras con un suspiro acercaba sus piernas a las de él, debajo de las cobijas. –¡Estás helado! –y un temblor le recorrió el cuerpo. Él no respondió, perdido en la vida del león del África Central, pero sus frías piernas se cruzaron con las cálidas de ella.
Casi imperceptiblemente ella pasó su brazo por encimar de la cintura de él que comenzó a acariciarlo, con descuido, por debajo de la camisa.
-¿Piensas dormir con esto?
-Estoy dormida con esto. –Y aprovechó para apegarse a su cuerpo.
-Pues estorba.
Sin cambiar la posición del cuerpo, los dedos del hombre comenzaron a buscar los botones superiores de la camisa de dormir de ella, sin mucho éxito. –Si me ayudaras lo haría más fácilmente.
Ella abrió los ojos y lo miró.
-¿Y quién te dijo que quiero facilitarte las cosas?
Los ojos verdes rieron. –¡Tendrás que hacerlo! – y se movió dejándola caer del todo sobre la cama y, apoyando el codo, se le aproximó hasta casi ponerse encima.
No volvió a cerrar los ojos y tampoco lo ayudó. Miró cómo los largos dedos de él se apoderaban de sus botones y cómo cada músculo de su cuerpo se iba tensando al descubrir, poco a poco, los blancos trocitos de la piel de ella. Ella misma, sus muslos, sus brazos, su torso, su piel, comenzaba a llenarse de deseo y el aire de la habitación se puso cálido.
Cuando terminó con los botones acercó los labios al oído de la mujer. –¿No me vas a ayudar? –susurró, su lengua húmeda comenzó a juguetear con la piedrecita del arete.
Ella movió la cabeza en señal de negación.
-¿Ni siquiera si te hago esto? –y su lengua recorrió el borde de su cuello blanco descansando en su base.
No esperaba respuesta. Su mano izquierda jugaba con el cabello largo, mientras la derecha seguía la trayectoria húmeda de la saliva con rumbo sur.
A partir de ahí ya no fue responsable de sus actos, su cuerpo respondía, simplemente, a los estímulos, a los roces del otro. Sus ojos seguían cada movimiento de la cabeza y de las manos de su compañero casi con curiosidad, a veces cegados por ráfagas de placer.
Vio cómo sus manos se detuvieron en los pequeños montes de cumbres rosa, cómo los moldearon y amasaron, mientras su lengua excavaba en el hueco de su ombligo. Vio cómo siguieron la ruta sinuosa de su cintura y se aferraron como anclas a su cadera, levantándola para facilitarle la búsqueda de la fuente a los labios sedientos. Vio cómo su propio cuerpo comenzó a moverse al ritmo del deseo de él y cómo sus propias manos se hundían en la maraña de cabello corto, queriendo sacarlo de ahí abajo, como tratando de protegerlo del calor que su lengua despertaba, rítmicamente, entre sus piernas.
Y ya no vio más, porque por más que le ordenaba a sus manos que lo sacaran, su vientrefuente lo retenía, lo hundía más. Y el ritmo se tornaba intenso, constante e incontenible. No vio más, porque una ola eléctrica le atravesó el alma de parte a parte y los espasmos surgieron en su centro irradiándose hacia fuera llenándolo todo de temblores rítmicos. Y no vio más porque sus gemidos de placer y miedo, de muerte y vida, la cegaron hasta el infinito.
Y mientras los temblores la recorrían, él separó su boca, se alzó hacia la de ella y la lleno de su sabia –la de ella- mientras se desbordaba su río –el de él- entrando, cubriéndola, llenándola de saliva y semen.
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El tercer timbrazo los sacó del sueño. Medio dormido, no supo quién era al otro lado de la bocina hasta que le hablaron de la hora. –Ah sí, sí... ya... llegaré a tiempo, gracias por recordar despertarme... un abrazo- y colgó.
Con los ojos cerrados todavía ella esperó a que él dijera algo, sin separarse de su pecho.
-Ya es hora, debo irme.
-¿Tienes que recordármelo? –le dijo ella y sonrió para no “empañar” el momento.
Se levantaron. Se ducharon cada uno a su turno mientras el otro arreglaba la habitación o preparaba el desayuno. Miraron, desde la puerta, el resultado de su obra; el cuarto lucía intacto, ni la más mínima huella de nada extraño.
Bajaron a desayunar cruzando miradas nada más. Se subieron al coche y partieron.
-¿Vas a escribir? –la voz de ella rompió el silencio que había durado la media hora de trayecto.
-Solo si tú escribes.
-¿Vas a volver? –y miró por la ventana, como si estuviera preguntando por el clima.
-Eeeehhh... claro, no sé cuándo pero seguro que sí...
Ella lo miró y él miró la carretera. Silencio.
Detuvo el coche en una esquina maltrecha. La ciudad apenas despertaba de la fiesta del sábado en la noche y un par de borrachos pugnaban por dar el siguiente paso a casa.
Ella apoyó su mano en la de él, sobre la palanca de cambios –Te voy a extrañar- dijo, sin dejar de ver al frente, hacia el rumbo zigzageante del alcohol.
-Y yo a ti... ¿vas a escribir?
-Solo si tú escribes –dijo ella y lo miró a los ojos.
-¿Podríamos dejar de repetir lo mismo? –y los ojos verdes sonreían de nuevo.
-...Te amo... –Tomó su cartera y se bajó del auto. Cruzó la calle rumbo a su puerta.
Él, la miró irse, arrancó el coche y el sonido del motor fue a fundirse con los murmullos de la ciudad que reanudaba su vida diaria.
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