Llegué tímidamente a su hogar. La felicidad y el cariño que ellos irradiaban era inversamente proporcional a mis inquietudes. Día tras día, esas buenas intenciones se me contagiaban, al igual que un virus que se propaga por centenares de víctimas, aunque, claro está, esto era mucho más placentero. Pasaban los años y los lazos que tuve con aquel grupo de individuos se iban fortaleciendo, hasta convertirnos en los mejores amigos. Un día como cualquier otro, vi la cara del niño empapada de lágrimas, vi como sus padres lo consolaban desesperadamente. Supe que hablaban de mí, puesto que aunque jamás entendí el idioma de mis amos, me di cuenta de las constantes miradas que me enfocaban. No entendí el significado de semejantes lamentaciones, jamás los vi igual, nisiquiera cuando me comía sus insignificantes objetos.
Después de un rato, llegaron otros humanos de una contextura más gruesa de aquellos que yo conocía. El olor que emanaban era bastante extraño. Intercambiaron palabras con los padres, luego, procedieron a retirar todas las cosas que habían en el interior de la casa. Se llevaron todo, mis pertenencias, las de ellos, e incluso mi familia.
Como una cosa más, fui arrojado hacia las hostiles avenidas, plagadas de hombres y de las temibles cajas de acero que por ahí circulaban.
Desde ese día soy uno más de la extensa población de cuadrúpedos sin casa. Persigo los grandes camiones, puesto que su esencia me recuerda al aroma de aquellos que arrebataron con mi amado conjunto de seres erectos.
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