Acostado en un lecho cualquiera. En el suelo, en el piso, en la tierra, debajo de la tierra, los veo bullir enmarcando, delineando, oscureciendo y aclarando mis propias formas. ¿Eso es todo? Mal hecha la pregunta: ¿Eso era todo? Todo y nada, que es la misma cosa. Ya el hecho de verse, de poder verse así, marca la diferencia entre ser y estar. Yo proyecto, tú proyectas, él proyecta, y en el intercambio de experiencias y visiones, aparecen ellos, manchas en la tierra, húmeda de líquidos humanos. Ellos se llevan lo que uno fue, y queda la forma definitiva, blanqueando el fondo de la fosa. Final declarado, ineludible, verdad incontrastable, ignorada las más veces, siempre presente. De noche en las horas de sueño profundo, un fondo semejante al papel gris de los antiguos se pega a las formas y entonces dibuja las líneas decisivas, hasta que las luces del alba vuelven a borrarlas. Y esto sucede una y otra vez.
No vislumbro cómo llegué hasta aquí, sólo puedo intuirlo vagamente. Tampoco sé hacia dónde evolucionaré, pero lo hago, prendido con hilos de seda al que fui. Vapor y nebulosa me definen, y la oscuridad me acompaña con sus rayos de luz incandescente. La carne se adhiere a los huesos, se mueve, bulle en su interior el río de la sangre que la nutre. Hasta que cede, hastiada de órdenes sin razón, sin el dominio de la comprensión.
La quietud que invita al reposo. A la meditación, al sopor del sueño. A dejarse ir, quieto en el lecho. Hasta que aparecen, desde los pies, hierven como pequeños peces en la superficie del agua. Hierven de vida, de intenso y fugaz deseo de nutrirse. Y avanzan, avanzan, avanzan.
Ahhh...era solamente eso.
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