Couchirribo es el equipo de mis amores. Desde que tuve conciencia, Couchirribo ha sido fundamental en mi vida. A mis tres años, la enseña de mi cuadro ornamentaba ya un muro de mi habitación y el rostro de sus jugadores giraba sobre mi testa, producto de un móvil fabricado por mi progenitor; mis primeros paseos fueron al estadio en andas de mi padre, él me inculcó, por transfusión directa, el amor irrenunciable por estos colores.
Desde entonces, el destino de mi equipo ha influido en todos los aspectos de mi vida, recuerdo el disputado campeonato aquel, en que Couchirribo consiguió el título en la última fecha. ¿Cómo no olvidar el disparo potente de Rubiniño que rompió las redes y desató la alegría. Yo tenía cuatro años entonces pero igual salí a la calle con mi padre para celebrar alborozado, en medio de gritos de júbilo, consignas y hasta balazos que surcaban el espacio para decirle al universo que acá existía un equipo fuera de serie.
Pero también hemos sido derrotados y eso es peor que un funeral. Todo se decolora, la vida pierde sentido, no quisiera levantarme al día siguiente, mi horizonte se borra, soy incapaz de sonreír. El domingo siguiente se vislumbra como una débil esperanza, acaso otra victoria me rescate de este depresivo abismo.
Aquel año fuimos campeones en todo, nos lo ganamos todo. Yo fui despedido de la empresa, mi mujer se fue de la casa y me quedé solo. Sino fuese por Couchirribo, me hubiese roto la yugular, habría consumido somníferos hasta quedar ahito o, por último, me hubiese arrojado desde un edificio, pero los goles de Canosini y de Torpedo Cuchurri tuvieron la virtud de hacerme sentir dichoso. ¡Couchi Couchi Couchi! ¡Ribo Ribo Ribo, si señor!
He sabido, como todo ser humano, lo que es el sufrimiento, la angustia, la ira. Sufrimiento, cuando faltan dos minutos para que termine un encuentro que vamos ganando y el rival martillea y martillea y el árbitro que no cobra nada y a veces nos cobra un penal que echa todo por tierra. Eso es sufrir. La angustia me ha despertado a media noche al pensar que el domingo siguiente nos encontraremos cara a cara con nuestro archirrival y que tenemos lesionadas a nuestras principales figuras. ¡Oh Dios! Eso no se lo doy a nadie. Bueno, la ira siempre la provocan los árbitros, esos seres que no se preocupan ni de nuestro corazón, ni de nuestras úlceras ni de la posibilidad de desencadenarnos, con sus cobros abusivos, una terrible depresión.
Dos años más tarde, quedé parapléjico y mi única meta era que alguien me trasladara al estadio para hinchar al borde de la cancha por el equipo lindo, la pasión de mi vida, (cierta vez le dije a mi mujer que ella podía irse y eso a mi me provocaría menos angustia que el de ver a mi equipo descendiendo a segunda división. Ella nunca lo olvidó y el día de su partida, me lo refregó en la cara), hasta pelotazos me llegaron y hasta me han volteado la silla, pero los recibí con el pecho enhiesto, como le corresponde a un buen hincha.
Fui a la iglesia aquellos últimos meses y recé y recé con desesperación. No podía ser tanta mi desgracia y le pedí a Dios que iluminara mi senda. Al final, Él me escuchó y mi equipo se zafó de una situación comprometida y fue campeón con holgura. Mi felicidad fue completa.
No podía, no podía, estaba muerto y ella no lograba excitarme. Pensé que me abandonaría igual que mi esposa, pero ella fue consecuente y siguió conmigo. Rogué una vez más a los cielos para recuperar mi estima de hombre. Y cierta noche, mientras tratábamos de hacer el amor, mi equipo hizo un gol que le valió escaparse en la punta y yo la abracé y besé con tanta pasión que ella pensó que me había curado milagrosamente. Yo, por mi parte, sólo imaginaba a Sandruco y su disparo imparable y ello me excitaba demasiado, tanto, que ella me pidió que nos casáramos.
Me han dolido en el alma todos los goles anulados a mi equipo. Eso me ha afectado mucho más que las postergaciones que ha sufrido mi jubilación por invalidez. No gano mucho, casi vivo de la indigencia, pero basta que Couchirribo logre un campeonato para que me sienta el ser más acaudalado de la tierra.
Ella se fue de casa un día en que memoricé el plantel completo de mi equipo pero no pude recordar la fecha en que nos habíamos conocido. No fue capaz de comprender que un hermoso gol nunca pero nunca puede olvidarse y que, por una mágica razón, queda grabado a fuego en nuestra mente. Se fue también porque no pude recordar el nombre de su madre.
Mañana juega Couchirribo y yo estoy agonizando. Mi corazón apenas late pero sé que esa escasa actividad cardiaca aún se mantiene, alentada por el deseo de ver una vez más a mi enseña como la campeona de la temporada. Todo se nubla ante mis ojos y mientras la realidad comienza a difuminarse, ruego a Dios porque exista un mañana para mí, porque pueda saber aunque sea de oídas que Couchirribo ha logrado el título una vez más. Y mientras me voy adormeciendo, algo parecido a una oración, mezclada con los compases del himno de mi equipo, se escapa débil y desafinada de mis labios exangües…
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