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Supo ser hombre de a caballo, y de los buenos. Jinete brillante en domas inolvidables. Pero aquellos tiempos eran hoy tan lejanos que las imágenes en la mente de Ricardo podían haber sido tomadas de la realidad o ser el fruto de una ficción involuntaria, mezcla de lo vivido con lo deseado vivir.
Después ocurrió que se enamoró mal. La muchacha era bella, realmente lo era. Pero tenía dueño. Ricardo lo enfrentó, cuchillo en mano. Nadie los vio o nadie dijo haberlos visto. Pero cuando el marido afrentado cayó a tierra para desangrarse hasta morir, todos supieron, quizá desde antes, quién había sido el matador.
Ricardo fue a la cárcel. No demasiados años, aunque los suficientes como para torcer para siempre el rumbo de su vida.
Es que no se sale nunca de prisión cuando se ha caído en ella. Porque lo que antes era la libertad, un cielo donde volar sin condiciones, se convierte en otra libertad, un fango donde arrastrarse bajo el estigma de haber estado preso.
No hubo más una jineteada en la que lucir estampa y bravura. Ni siquiera un trabajo estable para asegurarse el sustento.
La calle dejó de ser suya para ser él alguien de la calle. La honradez de la que tanto presumiera antes de malenamorarse tampoco tuvo fronteras tan precisas como para evitar que más de una vez las traspasara.
Algo se iba rompiendo dentro de él. Su mirada altiva se fue amansando como uno de los tantos potros que domara. Las prendas vistosas se hicieron harapos solamente reemplazados por ropas usadas que alguno, de tanto en tanto, le diera como caridad. Los sabrosos asados y el vino de las celebraciones se convirtieron en restos de comida alcanzados por un desconocido. La casita humilde que había podido levantar tantos años antes era hoy un techo compartido con otros tan astrosos como él, bajo el cual podía tirar unas mantas raídas, o, en los mejores momentos, un colchón descartado por demasiado viejo.
Ricardo no sabía si lo peor era el hambre, si lo peor era el frío, si lo peor era el haber perdido la mirada altiva alimentada por el sabor de algún triunfo.
El tiempo transcurría inexorable arrastrando al hombre hacia un abismo que parecía no tener fin. La gente, esa extraña masa viscosa e indeterminada que transitaba en su derredor, lo miraba sin querer verlo, pensando en no querer pensarlo.
Un día se le acercó una perra, quizá blanca bajo un manto de suciedad. Llevaba en su vientre algunos cachorros por nacer. Tan abandonada como él lo estaba. Mirada mansa, hambre dolorosa, hogar inexistente. Ricardo compartió con ella la mitad de casi nada.
Hombre y perra se hicieron uno solo.
Cuando alguien, diferenciándose de la gente, buscó para él un refugio más digno, Ricardo sólo quiso saber si podía llevar allí a su perra. Al enterarse de que no sería posible, renunció a ese techo mejor, a esa comida mejor, a esa vestimenta mejor. No quiso abandonar a su compañera.
Ricardo murió ayer, en plena calle. Lo peor no había sido el hambre, lo peor no había sido el frío, lo peor no había sido el haber perdido la mirada altiva. Lo peor fue que esos tres asesinos actuaran a la vez con persistencia.
Ahora sí la gente lo vio. Y quizá hasta lo pensó.
Aunque nunca llegó a comprender la excelsitud de esa imagen que mostraba un cadáver magro, vestido con harapos, el rostro apoyado en el barro, y acompañado solamente por una perra, quizá blanca bajo un manto de suciedad.

Texto agregado el 30-10-2006, y leído por 67 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-10-2006 lo lei pero no fue de mi gusto. madrobyo
 
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