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El Hombre Que Vivía En El Sol

El hombre que vivía en Sol no era más que un hombre común. De cabellera dorada y tez rubicunda, pasaba los días observando La Tierra y las noches oteando los cielos. Allí podía permanecer horas deleitándose con las maravillas cósmicas que el Universo le proporcionaba. Estrellas, constelaciones, meteoros, asteroides, planetas. Ningún cuerpo escapaba a su escudriñamiento. La noche era arcilla fresca para las mentes fructíferas en ideas y el hombre que vivía en el Sol poseía una tal imaginación.
A pesar de que la noche era sin duda lo más atractivo para el resto de los seres, con su vals astral lleno de criaturas siderales heterogéneas, y a pesar de que el mismo hombre lo reconocía así y la admiraba también, lo que éste más disfrutaba eran los días que pasaba escrutando al tercer planeta desde su ardiente hogar.
Oh, La Tierra, pensaba el hombre que vivía en el Sol, cuna de las más grandes maravillas naturales. Cómo quisiera estar allí y disfrutar de sus océanos, planicies, mesetas y volcanes. Cómo desearía nadar en sus hermosos lagos, deslizarme por sus praderas con el viento vapuleando mis cabellos y sentir el tórrido calor de sus incontables desiertos. El hombre deseaba todo esto y más.
Por esto, eran escasas las ocasiones en que dejaba de lado su vigilia. Una de aquellas raras excepciones se dio el día en que el hombre tuvo una inesperada visita. Una mujer apareció junto a él, con cintura de avispa y una larga melena leonina. Se quedó de pie junto al asiento del hombre y esperó a que éste le dirigiera la mirada, pero él no apartó la vista de su adorada Tierra.
-¿Qué miras con tanto afán? –preguntó al fin, la mujer que vivía en la corona solar.
-Miro La Tierra –respondió el hombre que vivía en el Sol, sin despegar sus castaños ojos de ésta.
-¿Por qué la miras? –inquirió la mujer, con tono displicente.
-Porque es hermosa –respondió él.
-¿Te parece? –rezongó ella-. ¿Qué tiene de hermosa?
El hombre continuó avistando aquel planeta sin hacer caso de la perfidia de su interlocutora.
-Todo –dijo él, lacónico.
Motivada por las palabras del hombre, la mujer que vivía en la corona solar se dispuso a observar La Tierra junto con su compañero. Acercó una silla a la de él y contempló el azulino orbe que brillaba envuelto en la oscuridad espacial. Así, la mujer vio los inmensos mares que cubrían tres cuartos del planeta, rebosantes de las más diversas clases de vida animal y vegetal, las olas bañando las costas y las playas donde miles de turistas disfrutaban del verano, las profundidades abismales donde la oscuridad se volvía impenetrable e ignotas criaturas pululaban irreveladas y la calma superficie que flotaba mar adentro, laxa y apaciguante, donde más de un marinero llegaba a extraviarse. Pero a la mujer nada de esto le importó.
Dejando su revisión inconclusa, la mujer se apeó y volvió a observar a su compañero, esta vez con una renovada y exacerbada insidia. Así le habló:
-¿Es eso lo que entiendes por belleza? –dijo ella, con una sonrisa sardónica que no intentaba ocultar-. Pues, ¿qué hay de lindo allí? Nada más que nimiedades y verdades inútiles. Lo hermoso está en lo pasajero, lo sublime está en lo efímero. La vida es para vivirla ahora, no mañana.
El hombre que vivía en el Sol no respondió. No era la primera vez que escuchaba aquello y ya no le interesaba más gastar su escasa saliva en explicarle a ella su parecer. Siguió así, impertérrito, sumido en el mutismo hasta que la mujer se hartó de permanecer allí y decidió irse.
-No pierdas tu tiempo en estupideces –dijo ella-. Preocúpate de tu persona y será suficiente. –Y así, sin más, la mujer que vivía en la corona solar desapareció tras el horizonte del astro rey y el hombre quedó solo otra vez.
Así, continuaron sucediéndose los días y las noches, y el hombre continuaba admirando el paisaje que se presentaba frente a él. Poco a poco, las estrellas, las constelaciones, los meteoros y los asteroides dejaron de interesarle cada vez más hasta que una noche se olvidó completamente de ellos. Esa noche durmió. Al día siguiente, muy temprano por la mañana, el hombre que vivía en el Sol recibió una nueva visita. El ya llevaba horas escudriñando La Tierra, desde el alba, cuando un escuálido muchacho apareció junto a él desde las incandescentes profundidades. Su cabello era rojizo como las llamas y tenía unos amarillos ojos venusinos.
-¿Qué miras? –dijo el muchacho que vivía en el núcleo, mientras boteaba una pequeña pelota contra el suelo.
-La Tierra –contestó el hombre del Sol.
-¿Y por qué haces eso? –indagó el joven, extrañado.
-Porque es hermosa –respondió el hombre
El mozalbete alcanzó el asiento que días antes ocupara la mujer que vivía en la corona solar y detuvo su juego unos instantes para satisfacer su curiosidad infantil. Así, se dispuso a observar La Tierra y vio cosas sorprendentes. Vio los bosques y selvas que cubrían cientos de hectáreas, donde las criaturas proliferaban por montones, ávidas de vida, llenas de espíritu; vio todas las clases de árboles y arbustos que proporcionaban alimento a los animales nativos, con frutos atractivos de todos los colores y una amplia gama de flores iridiscentes para llamar a los insectos y aves polinizadoras; vio las toneladas de oxígeno que emanaban de las copas de los sauces, hayas, robles, secuoyas, álamos y manzanos, siguiendo su trayecto hasta los pulmones de las bestias que habitaban el planeta entero para posteriormente reaccionar en dióxido de carbono y comenzar el ciclo de nuevo. Vio todo esto y más y se quedó fascinado.
-Es maravilloso –dijo el niño-, increíble.
El muchacho había olvidado por completo su pelota, la que había rodado hasta desaparecer de vista.
-¿Hace mucho que observas La Tierra? –preguntó el joven que vivía en el núcleo.
-Desde toda mi vida –respondió el hombre que vivía en el Sol, y por primera vez apartó su mirada del tercer planeta motivado por el inesperado interés suscitado en el delgado mozuelo-. Desde toda mi vida –reiteró el hombre-. Por años he admirado la belleza de La Tierra y jamás me cansaré de hacerlo, aunque no haya pisado nunca su superficie.
-¿No has estado allí? –se extrañó el joven.
-No –dijo, sucinto, el hombre.
El muchacho volvió a observar La Tierra, pero ahora se notaba levemente decepcionado.
-¿Y cómo llegamos allá? –indagó el chicuelo, con sincera curiosidad.
-No lo sé –respondió el hombre-. Si lo supiera ya no estaría aquí. Pero espero algún día hallar la manera.
El hombre volvió a dirigir su mirada hacia la esfera azul brillante y el ambiente se tornó callado nuevamente. Al cabo de un par de minutos, el joven se sintió aburrido y buscó su pelota.
-Vaya –dijo éste-, pensé que se podía viajar hasta allí. No tiene caso mirar y mirar si no podemos trasladarnos hasta allá. Es tedioso. ¿No te aburre estar todo el día así?
-Jamás.
-¿Por qué no?
-¿Por qué habría de hacerlo? –respondió el hombre y no dejó de otear el cielo.
-Eres extraño –dijo el joven al cabo de un segundo y regresó a botear su pelota-. Me voy de vuelta al núcleo. Deberías hacer lo mismo. Allá no perdemos el tiempo mirando lo inalcanzable. En vez de eso tenemos fiestas y jugamos juegos divertidos. ¿No quieres venir conmigo? Hay un baile en estos momentos.
Pero el hombre no contestó pues volvía a estar atento a su añorado orbe. Así, el muchacho que vivía en el núcleo se cansó de esperar una respuesta y se perdió bajo la superficie, mientras el hombre que vivía en el Sol volvía a quedar solo.
Cientos de días y noches pasaron desde aquel día, y el hombre durmió todas esas noches soñando con viajar a La Tierra, y no hubo nuevas visitas. Aun así, la añoranza y el amor permanecieron intactos en el alma del hombre. Hasta que una tarde, un pequeño ser luminoso apareció saltando de llama en llama, un diminuto cuadrúpedo peludo y forjado en oro, con su cola de pelusa enhiesta hacia el firmamento.
-Hola –dijo el gato que vivía en la cromosfera-, ¿cómo estás?
Fue la visita que más agradó al hombre desde que se sentara por primera vez a contemplar el planeta Tierra y aquel se transformaría en un recuerdo que jamás lo abandonaría. Apenas oyó el saludo del gato, el hombre cortésmente alejó sus ojos de la luminaria y respondió con afabilidad a su visitante.
-Muy bien –respondió el hombre que vivía en el Sol-. ¿Y tú cómo te encuentras?
-De lo mejor –dijo el gato-, sólo doy mi paseo habitual por las llamaradas solares. Es el único ejercicio que se puede hacer por aquí dado que no tengo dueño.
-Lo lamento –se apiadó el hombre.
-No lo lamentes –argumentó con alegría el felino dorado-. Yo no lo hago. Soy feliz sin un amo, tengo libertad para hacer lo que me plazca. Puedo ir y venir de la cromosfera a la fotosfera y de la corona al núcleo. Es mucho mejor que ser como una mascota de La Tierra.
-¿Conoces La Tierra? –se maravilló el hombre, que llegó a saltar de su asiento.
-Por supuesto que la conozco –rió el animal-. ¿Cómo podría no hacerlo? Es un lugar maravilloso, ¿no lo crees?
-Claro… -susurró el hombre que continuaba atónito de la sapiencia del gato.
Ambos miraron el azul mundo que brillaba por sobre sus cabezas y el hombre se sintió comprendido por primera vez en su vida. Aquel minuto lo atesoraría por siempre como prueba irrefutable de su amor por el tercer planeta.
-¿Has estado en La Tierra? –preguntó de pronto el gato que vivía en la cromosfera.
El hombre sintió una oleada de calor ante la pregunta del felino, el que irradió a través de sus mejillas y elevó ligeramente la temperatura del Sol.
-¿Que si he estado? –repitió el hombre-. ¿Es posible ir hasta allá?
-Pero claro que es posible –exclamó el gato-. Yo mismo he viajado allí.
El hombre no cabía en sus anchas. Por fin podré viajar a La Tierra. Por fin podré ser feliz de verdad, se dijo.
-Dime cómo –suplicó el hombre-, ¿cómo puedo viajar a La Tierra?
El gato se mostró misterioso mientras ascendía por una flama gigantesca. Al cabo de un momento, en el que el hombre no daba crédito a lo que vivía, el felino bajó hasta la silla que antes ocuparan el muchacho y la mujer, y se ovilló.
-Eso es fácil –ronroneó el gato-: debes hablar con el hombre que vive en las tinieblas. El tiene boletas para ir a La Tierra.
-¿Y dónde encuentro a aquel ser? –chilló el hombre.
-Eso depende –respondió el gato, a la vez que lengüeteaba sus partes privadas-. Al hombre que vive en las tinieblas lo hallarás en el lugar que menos esperes. –Dicho esto, el éneo felino se sacudió violentamente y dio un gran salto hasta posarse en una pequeña llama-. Ahora, si me disculpas, debo marcharme. Espero que tengas un buen viaje.
Y rápidamente, brincando de llama en llama, el gato que vivía en la cromosfera desapareció y el hombre que vivía en el Sol volvió a quedar solo. Pero su soledad fue sólo física esta vez pues ahora le hacía compañía la esperanza de conocer La Tierra.
Y tan sólo la esperanza lo mantuvo exultante durante tantos días que el hombre perdió la cuenta de cuanto esperó. Esperó y esperó, aguardó y permaneció. Pero no ocurrió nada. Meses y años transcurrieron desde su encuentro con el gato pero el hombre que vivía en las tinieblas no apareció. Paulatinamente, el hombre que vivía en el Sol fue perdiendo la esperanza, luego la alegría y finalmente el interés. Entonces, un fatídico día, abandonó su vigilia y apartó su vista de la cerúlea esfera.
Asimismo, como por arte de magia, en aquel preciso instante, un oscuro ser se manifestó frente al desdichado hombre y extendió su negrura sobre él. Sus largos cabellos eran azabache, profundos como el espacio mismo y una larga túnica lo envolvía todo a su alrededor.
-Entiendo que deseas un boleto a La Tierra –dijo el hombre que vivía en las tinieblas.
Finalmente, pensó el hombre y sintió que el júbilo resurgía dentro de su ardiente corazón.
-Así es –gritó el hombre que vivía en el Sol-. ¿Eres tú el indicado para darme uno?
-Yo soy tal persona –respondió el ominoso ser, con una voz gutural-. Tal persona soy yo.
El ennegrecido personaje revolvió entonces dentro de sus ropajes y extrajo un pequeño pedazo de cartón que le tendió a su interlocutor.
-Aquí tienes –dijo él-, un pasaje de ida y vuelta a La Tierra.
-No necesito que sea de vuelta –alegó el hombre, exultante-. No pretendo regresar jamás de aquel fantástico lugar.
-¿Es esto lo que piensas? –inquirió el sombrío hombre.
-Así es.
Entonces, el hombre que vivía en las tinieblas le indicó a su oyente que tomara asiento y él mismo se sentó junto a él en la silla que antes ocuparan el gato, el muchacho y la mujer. Su extensa oscuridad se vio reducida tan sólo a su cuerpo y de pronto la tenebrosidad que lo caracterizara desapareció dando paso a una sensación de parsimonia y sabiduría.
-Lamento decirte –dijo el lóbrego hombre- que no es posible que permanezcas para siempre en La Tierra. Debes regresar aquí y vivir en este mismo lugar.
La noticia sobresaltó al hombre del Sol, quien pasó rápidamente del contento a la angustia.
-¿Por qué? –se reveló el hombre-. ¿Acaso he hecho algo mal?, ¿es que acaso no merezco aquello? ¿O es acaso un tema de dinero? ¿Cuánto debo pagarte para quedarme eternamente en La Tierra?
El hombre de las tinieblas esbozó una sonrisa pero no fue de alegría sino de tristeza.
-No es ninguna de las razones que me planteas –confesó él-. No se trata de méritos, ni de conducta y mucho menos de dinero.
-¿Entonces? –se impacientó el hombre.
-Por más que ames La Tierra, no puedes quedarte en ella por toda la eternidad. Debes partir y dejarla existir pues si te quedaras más tiempo del necesario tu abrasadora piel quemaría todos sus bosques y praderas, derretiría sus hielos y evaporaría sus mares, asfixiaría a sus animales e incendiaría sus plantas. Es por esto y nada más por lo que debes regresar aquí luego de tu viaje.
Y, a pesar de la repentina ira que lo invadiera y de su vehemente deseo, el hombre comprendió a la perfección lo que su compañero le decía. Pues su amor por La Tierra era más fuerte que su deseo de vivir en ella. Entonces, el hombre que vivía en el Sol sujetó con ímpetu su boleto de ida y regreso, y se dispuso a emprender su tan largamente añorada travesía.
-Sólo una pregunta antes de que te marches –dijo el hombre que vivía en las tinieblas-. ¿Qué harás cuando regreses al Sol?
-Seguiré observando La Tierra –respondió el hombre que vivía en el Sol y despegó rumbo al firmamento.

Texto agregado el 30-10-2006, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


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