Navegantes y ladrones componían la tripulación. Unos más de lo primero, otros más de lo segundo y algunos queriendo ser las dos cosas mientras juraban ante el nombre del rey. Se sentaron el círculo con las llamas iluminando parcialmente sus rostros sucios, llenos de polvo de carbón o de sudor con tierra. Con sus manos despedazaban la carne que iban a comer, mientras del barco descendían algunos que recién depertaban de la siesta.
El ron se acababa junto con las ganas de cantar y ahí se empezaba a planear el día siguiente, otro día de ir al puerto por víveres, a conseguir trabajos por encargo y de encontrar una ruta más creativa que la anterior.
Las probabilidades de morir en diversas formas, eran aceptadas con resignación, puesto que el pirata anda muerto en vida y cada día es tan salado como el agua sobre la que navegan.
Pero al levantarse para volver al barco, saben que una vez pirata ya no hay vuelta atrás. Los desertores siempre llevan el océano en los ojos, y ante la constancia sobre tierra se pierden en un infinito azul verdoso. La locura los conduce a la demencia y es preferible estar medio loco siendo pirata que ser idiota entre los inquisidores.
Además, entre locos nadie es loco.

Continúan navegando. Las velas negras, no de color sino de mugre, se izan, mostrándole al mundo el coraje con que los piratas seguirán enfrentando su destino.