! Y ahí está, acaso no le ven, está sentado con su brazo, escondiéndole …
qué sé yo, será toda, toda esta... ¡
De donde se sienta el pobre, y se esconde él,
para que lo vean.
Donde lo ponemos, en el vaho reconfortante de nuestra oración espinosa,
ingrata,
falaz;
en nuestro rincón ajado, oscurísimo.
De donde se sienta:
en la piedra de migajas escondidas.
Donde un gramo,
un centímetro,
una centésima,
una lágrima,
y un doble más y más.
Se le calla,
se le esconde, no le ve,
y no,
no
le
merece.
Es que de las vergüenzas seamos razonantes,
apreciemos la herida con salud de hinojo: lanceémosle la piedra.
Que es su piedra
y el polvo,
que es su polvo,
justo
en su confusión de hambre.
Que es más piedra, y polvo, y hambre: en el minuto de tímido dolor de su inconsciencia.
Para matarle el bolsillo,
y su pecho abombarlo vacuo.
Y su hambre,
otra vez latente de vida, regañadientes, brutal,
nos exhibe solos, hasta cegarnos.
Hasta herirle simplemente.
Pletóricos nosotros,
y que sangre nuestra demencia.
Y es un kilogramo, es un metro, y un hambre a mil leguas de la pena más tremebunda,
por instantes finos de dolor; a mil días de un nosotros.
Y un silencio
le pasa silbando, sutil, anunciando bien arriba, bien abajo,
el deseo sulfuroso que se calle,
para siempre.
La gracia
del caer.
Y rodarse la miseria.
Y morírsenos.
Iniquidad, la angustia del frío en las espaldas cerradas de su vida, en luto.
Que así, si que es burlona su vida
en su financia invertida de equidad dentro del corazón.
Es el epitafio:
Que no espere jamás,
que no sea empedernido.
Daño y esperanza
en este gramo, en su fortaleza (en su piedra fatal, infaltable, apeada al corazón, chorreando con él)
en la bruma que le va cayendo a su figura, que está muerta; de toda su vida. |