SEIS MONJES Y UN MENDIGO
Cierto atardecer, en pleno estío, marchaban sudorosos por un angosto, abrupto y pedregoso camino de la castellana España medieval, media docena de frailes lustrosos y rechonchos cuando, al lado de una fuente y a la sombra de un almez, se tropezaron con un vagabundo hambriento y andrajoso.
El pordiosero, que llevaba dos días sin comer, en su hambre extrema, se dio a imaginar lo que contendría la gruesa alforja pringosa que llevaban los religiosos y quiso adivinar que en la misma, andaban prietos los panes, los chorizos, el tocino. La proximidad y el olor de los alimentos estimularon su pituitaria, se alertó el cerebro y su lengua nadó en la abundancia de efluvios salivares. La posibilidad de probar un buen bocado espoleó su instinto más primario, activándose los jugos gástricos de la oficina de su estómago.
Con exagerada cautela y haciendo chocantes reverencias se arrastró en el suelo y, de rodillas, abrazó los pies de aquellos ermitaños. Besó las cruces y escapularios que colgaban de sus hábitos y con voz quejumbrosa y plañidera, imploró un poco de pan del que a ellos le sobraba.
Los abates, que intuyeron diversión, consintieron en darle un trozo y afirmaron que añadirían al pan una cebolla y hasta media morcilla, con la condición de que, después de comer, hablara con ellos y les contestara unas preguntas. Tenían ganas de guasa y quisieron hurgar, con mucha mofa, en las entendederas del menesteroso.
Accedió el mendigo a las pretensiones exigidas y una vez saciado el hambre les hizo saber que era inculto e ignorante. Indicó que, como mucho, si estaban perdidos en aquellas afanosas quebradas y grandes roquedales, podría ayudarles a salir del trance. Declaró que aquel desfiladero de grandes farallones, donde anidaban buitres y cornejas, así como aquellas oquedades donde escondían sus camadas las raposas, pertenecía a la hoz del Río Trabaque. Allí mismo, en el peñasco de arriba, por encima de donde estaban sentados, manaban las cristalinas y potables aguas de la ancestral y afamada fuente de la Hoz. Manifestó, por último, que si seguían por aquel viejo camino de herradura y acompañaban al curso del río, a menos de una legua de distancia, pasado el camposanto y cruzando el añoso puente del Nogueral, hallarían un vetusto pueblo castellano. En lo alto de un cerrillo podrían divisar la románica espadaña de la torre de la iglesia y por debajo, apilado a la sombra del templo, la solariega, generosa y hospitalaria villa de Albalate.
Pero los siervos del Señor estaban dispuestos, con no poca sorna y mucho escarnio, a ridiculizarle, zaherirle, humillarle.
Lo sometían a preguntas enmarañadas y mal intencionadas. Trataban de confundirlo y de poner en aprieto su potencial torpeza al tiempo que observaban, con cachaza y con desdén, las dudas y titubeos que revelaba el harapiento.
Los orondos, mofletudos e irritantes clérigos se regocijaban y se reían de él sin piedad de manera cínica y sarcástica. Sus sonoras y extravagantes carcajadas, devueltas por el eco de las rocas, resultaban estridentes, impúdicas, incontinentes.
En un determinado instante, uno de los monjes, en tono de zumba, preguntó:
-Y dígannos, ilustre e insigne caballero; si se arrojara con fuerza a un mendigo hambriento desde el lejano firmamento y se le dejara caer hasta nuestro globo terráqueo... ¿cuántas jornadas calcula su eminencia que tardaría en llegar?
El menesteroso, cansando y harto de tanta chirigota, contestó:
-Un mendigo... no sé. Pero si se lanzaran con fuerza a seis frailongos barrigudos, lujuriosos y mezquinos, estoy seguro que aquí estarían a la hora de cenar. Pero voto a Dios, que nada podrían llevarse a la boca, porque cena no tendrían.
La torpeza y la descomunal obesidad de los abates dieron al traste en la intención de atrapar al vagabundo que, a media frase, cogió la alforja de los monjes repleta de comida y marchó huyendo por entre las crestas y escollos de los riscos.
Los frailes siguieron su camino escarmentados, y el mendigo, con aquella fortuna entre las manos, pudo, al fin, descansar de aquella chanza.
|