¨Un día estaré muerta, blanca como la nieve,
dulce como los sueños en las tardes que llueve¨.
Santa Teresa de Jesús
Cayó al mar a las doce cincuenta y tres de la tarde de un domingo muy soleado, en las costas de la playa de Costámbar, en Puerto Plata.
Mis pies empujaban la suave arena con pesadez mientras me acercaba a la plataforma de piedra, y recibía con agradecimiento la brisa del mar en mi rostro y el sol en mi piel.
Desde el muelle, la vi aletear un poco, y luego descender en picado hacia la voluminosa masa azul, cosa que a mi parecer era muy natural, pues las gaviotas están acostumbradas a ese tipo de maniobras aéreas, pero aparentemente, para ella, la muerte emitía un llamado irresistible.
Al principio no le preste atención, y me dedique a juguetear con los pequeños cangrejitos ermitaños que, al parecer, estaban en época de cambiar de casa, pero unos segundos mas tardes la visión volvió a mi como un latigazo. Pensé brevemente en que talvez solo estaba alimentándose, como sus congéneres, pero después de un tiempo prudente y un rato de observación detallada del área, concluí que simplemente se había suicidado.
Ya cuando vi que no volvía de su incursión en las aguas salinas de nuestro océano Atlántico, empezaba a sentir pena por el pobre animal, mientras que a mi lado unos niños, inocentes a la reciente tragedia, jugaban lanzando una gran pelota azul, roja y amarillo. Y que lindos se veían! La lanzaban y la atrapaban, y de vez en cuando se les caía al agua, de donde la recuperaban con rapidez, por miedo a que una ola la arrastrara mar adentro.
Me sentí un poco culpable y torpe por haberme distraído del interno funeral que le hacia a la gaviota que para mi, "ahora ya si que esta muerta."
Empecé sin, pensarlo, a despedir al ave de las dificultades de la vida, y comencé por decirle que ya no seria el mismo, ni el universo tampoco, sin ella. Le di las gracias por elegir el ecosistema de mi isla para vivir y criar sus polluelos, y le me disculpe en nombre de nuestra republica, por si hubiese sido el mal manejo del gobierno, o simplemente la callada tristeza de todos los hijos de puta que vivimos aquí pisoteando la sangre de los mártires, lo que la había hecho cometer la, entonces si, sana locura del suicidio. Le dije al ave, a voz en pecho, cuanto la amaba el mundo, cuanto la recordaría yo desde ese momento, y le grite que ya la extrañaba.
Miré las demás aves... Cuánta gracia! Qué delicadeza en la las maniobras de vuelo! Qué perfección de la naturaleza! Qué pena!
Entonces no pude contenerme mas, y aprovechando un descuido de los alegres infantes, tome su pelota y me hice al agua, en mi febril intento de encontrar los restos de, la ya mística ave, para darles cristiana sepultura.
Nadé como pude hasta el punto en que creí haber visto la gaviota, pero al llegar allí, no había nada. La tristeza me recorrió, pensando que quizás algún animal marino ya la hubiese devorado y, sin pensar en mi propia seguridad, decidí quedarme allí un rato en señal de reverencia.
Me volví sobre mi, y mire por un momento la playa, y pensé en lo linda que era la Republica Dominicana. Mire las pocas personas que tomaban el sol despreocupadamente, bajo los cocoteros preñados de la fresca fruta y en la distancia me permití la hermosura de sus racimos multicolor. Vi los niños, que antes jugaban con la pelota, llorando, pues un señor se había llevado su pelota, y en el muelle, sobre una de las piedras más altas... vi a la gaviota, la que había creído muerta, la que había inspirado en mi tantas cosas. Ahí estaba, mirándome, ufana y burlona, riéndose de mi.
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