Parte IV y final
Pedrovio Aguaclara les ofreció a los científicos, finos géneros, exquisitas especias de Oriente y un cuantuay de las más exóticas mercaderías. Los tipos, tentados como eran, revisaron cada cosa con un entusiasmo inusitado. El mercader, como ustedes ya habrán adivinado, no era otro que Pedro Amadeus. Mientras los malvados personajes se extasiaban contemplando los maravillosos gobelinos y las más delicadas prendas, Amadeus oteó el lugar y se dio cuenta que sus colegas habían realizado el traspaso de mente y como era de suponer, no todo había salido como ellos hubiesen esperado.
Era precisamente lo que imaginaba Amadeus y alegrándose interiormente por tener a los rufianes en sus manos, les permitió probarse los trajes y probar los perfumes y excusándose de salir a tomar un poco de aire, dio vuelta a la mansión del millonario Lamborgini y se introdujo por una pequeña ventana que estaba entornada, para inspeccionar el lugar.
Como el científico lo imaginaba, los hombres que habían sido intervenidos en esa particular operación, se desplazaban en habitaciones separadas. Por lo tanto, Amadeus se dirigió a la sala de experimentación y manipulando los instrumentos, hizo los cambios necesarios para que todo resultara un éxito. Luego, abrió la habitación en que Piedra Sin Nombre se movía con gesto de superioridad y haciéndole una seña, le pidió gentilmente que le siguiera. Después hizo lo mismo con el ebrio de Lamborgini y haciendo uso de su poder de persuasión, los colocó a ambos en sus respectivas camillas. Estaba dispuesto a lograr que el experimento esta vez diera resultado.
La puerta se abrió de golpe, en el preciso momento en que Pedro Amadeus acababa de realizar los ajustes necesarios en la maquinaria. Eran los tres rufianes que sonreían con un gesto de complacencia. Les resultaba muy provechoso que el bueno de Amadeus se hubiese decidido a venir por su propia iniciativa ya que ello les ahorraba el incómodo expediente de traerlo de regreso. Peyo Malsanus, el más corpulento de los tres tipos, se abalanzó sobre el supuesto mercader y de un tirón le arrancó la barba postiza. Los otros vocearon con euforia un juramento de triunfo y antes que el disfrazado tratara de huir, fue maniatado y colocado en otra camilla. Peter Ingenius sugirió que Pedro Amadeús debería probar de su propia medicina y para ello, tomó en sus brazos a un hermoso gato angora que lo contemplaba todo desde una ventana. Las risotadas inundaron la habitación cuando después de accionada la compleja máquina, Pedro Amadeus comenzó a maullar desaforado, mientras el gato trataba de desprenderse de sus ataduras, a la vez que insultaba a los malhechores con una voz que ni con mucho imitaba a un sonido humano.
Pietro Lamborgini se lamentaba de saberse miserable y experimentaba una profunda repulsión al percatarse que la ebriedad embotaba sus sentidos. Por su parte, Piedra Sin Nombre, divisaba la llanura con ojos extasiados, todo lo que le rodeaba le pertenecía y radiante de dicha, comenzó a entonar una canción. Esta vez, cada hombre estaba consciente de su estado y si bien uno sufría lo indecible, el otro se solazaba con la caudalosa fortuna de la cual era propietario. Pedro Amadeus, sólo maullaba con desesperación y el gato angora contemplaba con sus enormes y airados ojos verdes a esos hombres sin ley.
El excéntrico millonario, desdichado hasta decir basta, no soportaba más esa situación. Ya había cumplido su deseo, ser un pordiosero, sentir en su cuerpo todas las privaciones del mundo y si bien, el licor calmaba en parte su sufrimiento, sabía que se hundiría cada vez más en un pozo sin fondo.
Como los bandoleros aquellos -que eso eran en realidad y no los consagrados científicos que decían ser- lo tenían todo calculado, hicieron firmar un papel al bueno de Piedra Sin Nombre y como este no sabía leer, lo mismo le dio estampar unos garabatos en ese legajo. En realidad, lo que resultó de aquella firma no fue un mamarracho, sino la estilizada firma del millonario Lamborgini. Eso era lógico que sucediera, puesto que la mente del millonario le daba impulso a sus manos para que obedecieran a lo solicitado. Y el papel aquel, que en realidad era un importante documento, les concedía a los tres rufianes toda la fortuna de Lamborgini por “servicios prestados”.
El siguiente paso sería deshacerse de ambos hombres y para ello, los subieron a un carruaje con destino a ciertos bosques pantanosos. Después se encargarían de Pedro Amadeus, que maullaba desaforado en la improvisada cárcel en la que los malhadados le habían introducido.
Aprovechando la elasticidad de su cuerpo, Pitrín, el gato angora, pronto se desprendió de sus ataduras y profiriendo terribles maldiciones, se dirigió a la celda en donde se hallaba encarcelada su fisonomía. La pesada puerta no fue obstáculo para que la trepara y se introdujera por entre los barrotes. En su hocico llevaba la llave, la cual se le entregaría a lo que quedaba de él, ya que le era imposible manipularla en la cerradura.
A punta de mordiscos rompió las ataduras del hombre gato y luego, con suave voz, le conminó a que tratara de abrir la puerta con la llave. Pero eso era algo demasiado complejo para un ser que sólo tenía la apariencia de un hombre. Por lo tanto, empujando una silla a la puerta y sosteniendo la llave entre su hocico, la accionó hasta que, después de muchos intentos, logró abrirla.
No les narraré las peripecias del intercambio de mente. Sólo les diré que Pitrín, o Pedro Amadeus, se encargó de accionar la maquinaria que logró, por fin, colocar las mentes de ambos en sus respectivos cuerpos. Después de eso, Pedro Amadeus, algo mareado, pero con sus facultades intactas, se lanzó en persecución de los bandidos. A galope tendido, acortó la distancia obtenida por los pseudo científicos y tomando un atajo, les preparó una emboscada. Cuando el carruaje rodaba por un angosto desfiladero, una avalancha de rocas les hizo detenerse. Un vocerío les ordenó detenerse y los tipos, que en el fondo eran muy cobardes alzaron sus manos y se colocaron de espaldas al muro rocoso. Esto lo aprovechó Pedro Amadeus para ordenarles que por ningún motivo se voltearan, porque al menor intento, una granizada de balas acabaría con sus miserables vidas.
En el mismo coche, el científico se dio la media vuelta y regresó a la mansión con Lamborgini y Piedra Sin Nombre, no sin antes advertirle a un destacamento policial, que transitaba por las inmediaciones, que tres tipos aguardaban por ellos. Después se supo que los impostores eran, en realidad, unos consumados criminales que tenían a su haber una larga lista de delitos. Ustedes se preguntarán de donde salió esa multitud de voces. Pués bien, sólo fueron los ecos que se propagaron en el estrecho desfiladero, dando la impresión de ser un numeroso ejército.
Como buen final de cuento, Lamborgini y Piedra Sin Nombre recuperaron sus identidades y el millonario, condolido con el miserable tipo y habiendo experimentado en carne propia los rigores de la miseria, lo apadrinó, le ofreció una ocupación con un muy buen sueldo y lo introdujo en las artes y la cultura, haciendo de Piedra Sin Nombre, un hombre digno y valioso para si mismo, el que, desde ese preciso momento, pasó a llamarse Pedro el Nominado.
Con respecto a Pedro Amadeus, después de cobrar la suculenta recompensa, cumplió su palabra y les entregó buena parte de su fortuna a la modesta Pietrina y a su padre. Estos, no abandonaron su terruño y guardaron el dinero en una destartalada caja de cartón que, un día en que se levantó una tremenda ventolera, se abrió de par en par y los billetes se desperdigaron como aves enloquecidas, perdiéndose para siempre en aquellas lejanías.
Algo cambió, sin embargo, en Pedro Amadeus. Nada importante, pero que se manifestaba como un asunto muy característico de su personalidad, me refiero a su tamborilear de dedos. Nunca más se le vio hacerlo y tampoco tuvo tiempo para echar de menos su falta.
Pitrín, en cambio, cada vez que estaba recostado junto al sillón del millonario Lamborgini, sentía una extraña necesidad de tremolar los cortos dedos de su manita derecha y cuando lo hacía, una suerte de espejismo de pensamiento humano, aunque desprovisto de esa sutil esencia que es propia de él, cruzaba por su gatuno cerebro…
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