Juan, y las tres colinas.
Juan era un niño normal, le gustaba jugar y soñar como a cualquier otro niño. Vivía con sus padres, dos hermanos, dos perros, en un cálido y armonioso hogar. Su casa no era ostentosa, pero tenía todo lo que él podía necesitar para disfrutar su infancia. Su cuarto, su parque, sus juegos, su familia.
El pueblo donde vivía era pequeño y con muy pocos habitantes, por lo tanto todos se conocían, y entre ellos se generaban grandes amistades. Sobre todo entre los más pequeños, que alejados de los habituales problemas que a veces suelen distanciar a los adultos, disfrutaban juntos en la escuela donde a la salida se los escuchaba gritar y reir de alegría.
Los padres de Juan eran muy trabajadores, el padre salía temprano y volvía al atardecer, y la madre se ocupaba de la casa, pero nunca desatendían las necesidades de sus hijos. Nunca les faltaba tiempo para mimarlos, jugar con ellos, o ayudarlos en su aprendizaje. Juan respondía siendo muy obediente, respetuoso, y muy cariñoso con sus padres y hermanos.
Lo único que tenía terminantemente prohibido, era cruzar las tres colinas, esas que se veían desde la punta de su jardín, asomando entre los árboles. El no se preocupaba por esta prohibición, después de todo, era lo único que no podía hacer, y no veía la necesidad de hacerlo. Sus juguetes, sus amigos, sus mimos, estaban de este lado de las colinas. ¿Para qué entonces cruzarlas?
Por eso él nunca pidió demasiadas aclaraciones acerca de los motivos por el cual no debía cruzar esas colinas, sus padres así se lo habían ordenado, y eso era suficiente.
Juan siguió creciendo en su jardín, y junto a su padre y hermanos armaron una vez una casita arriba de los árboles, tan encantadora como pueda imaginarse, a la que los chicos inmediatamente llenaron de mística, de anécdotas, y de futuros recuerdos.
Una vez, quedó solo en la casita sobre los árboles, y observó por la pequeña ventana que daba hacia las afueras de la casa... las tres colinas. Juan sintió una extraña curiosidad, pero no lo conmovió. Y decidió bajar a revolcarse en el pasto con el nuevo cachorrito que habían tenido sus perros.
Tiempo después, una tarde Juan acompañó a su madre a realizar las compras. Mientras ella se encontraba realizando sus pedidos en el mostrador del almacén, Juan se observó a dos hombres parados cerca de él con aspecto inconfundible de viajeros, una extraña vestimenta manchada de barro al igual que sus zapatos llenos de barro y hojas, que sin duda indicaban que estos hombres habían recorrido un largo camino. Los hombres, que no parecieron notar la presencia de Juan, siguieron conversando entre sí, y uno de ellos dijo: "Realmente detrás de las colinas hay un paraíso". Juan no dejó de pensar en eso durante todo el camino de vuelta a su casa.
El jamás había preguntado porqué le impedían cruzar las colinas, no por temor a hacerlo, sino porque confiaba plenamente en sus padres: si ellos así lo habían dicho, sería lo correcto. Pero esta vez, por primera vez, Juan sospechó que sus padres podrían haberlo engañado, y por más que lo intentaba, no podía explicarse por qué le habían impedido conocer el paraíso que estaba detrás de las tres colinas.
Juan era un niño inteligente y soñador, y no tardó en ponerle perfumes, sonidos y colores a ese paraíso que estaba tan cerca pero tan inaccesible. La tierra de los cuentos, la de los sueños, la que inventaba en los juegos, la que pretendía dibujar... todo estaba ahí, detrás de las colinas.
Juan empezó poco a poco a convertirse en un niño raro y solitario, se levantaba temprano para ver salir el sol por detrás de las colinas, y pasaba mañanas y tardes enteras mirando por la ventana de la casita en el árbol hacia la tierra prohibida. Soñando con ella.
Aún así, Juan no se animaba a preguntarle a sus padres qué había detrás de las colinas. Esta vez sí tenía temor de mencionarles el tema, pensó que si lo hacía, sus padres sospecharían que descubrió el engaño, y se enojarían con él.
Tampoco quería preguntarle a sus hermanos, o amigos. De algunos sospechaba que eran cómplices, y que conocían el paraíso pero también se lo ocultaban. De otros no sospechaba eso, pero pensaba que no le creerían si les contaba la verdad y lo acusarían de mentiroso, lo cual correría con la rapidez que corre un rumor en todo pueblo y llegaría a oídos de sus padres. No había manera.
Juan siguió creciendo y convirtiéndose cada vez más en un solitario. Su relación con sus padres ya no era la misma, a pesar de que ellos lo trataban con el mismo cariño de siempre. Sus hermanos se cansaron de invitarlo a jugar después de tantas negativas, al igual que sus compañeros de escuela. Y hasta sus perros lo miraban con ojos tristes como extrañando sus caricias. Justamente, lo único que llegó a conmover a Juan en todos esos años, fue la muerte del mayor de ellos.
Con el correr del tiempo se fue convirtiendo en un muchacho, pero a la vez era ya una persona angustiada, solitaria, triste, y en ocasiones violenta. Hablaba poco, miraba con desconfianza, se escondía... hasta llegaron a pensar en algún trastorno mental. Su familia estaba muy preocupada, y aquel hogar armonioso, colorido y alegre, se convirtió en una casa llena de tristeza. Hasta el antes florido jardín mostraba el abandono al que se entrega la gente cuando sufre una profunda angustia.
Juan ya no soportaba a nadie, estaba harto de esta confabulación que llevaba años. ¿Cómo podían todos ser tan crueles de ocultarle el paraíso?. Ahora sabía donde pasaba sus días su padre, y dónde iba su madre cuando decía que saldría de compras con alguno de sus hermanos. Por eso todos en el pueblo eran tan felices, habían visto el paraíso que él solo soñó. Y los otros, los que no sabían de su existencia, vivían felices en su ignorancia. Pero él sabía lo que había ahí atrás, y era el único que sabiéndolo no podía disfrutarlo.
Llegó el día en que Juan iba a tomar la decisión obvia. Tenía que cruzar las colinas. Pero temía que la gente del pueblo estuviera en la ladera custodiando la entrada al paraíso. Pero eso no podría impedirle conocer el paraíso que le había sido negado. Debía cruzar las colinas de alguna manera.
Desde tiempo atrás, muchas veces Juan había revisado su casa, intentando encontrar pistas sobre ese maravilloso lugar. En una de esas noches, Juan descubrió una escopeta que era de su abuelo, quien la había adquirido por si alguna vez debía defender su gallinero de algún animal salvaje. Por esas cosas del destino, el arma y unas cuantas municiones habían viajado hasta el sótano de la casa de Juan.
Juan ya estaba preparado, salió de su casa a la noche y caminó hacia las colinas. Si todo salía bien, luego de enfrentarse a la resistencia de los pobladores, al amanecer habría cruzado las colinas, y estaría en el soñado paraíso. Caminó y caminó, mientras que por su cabeza pasaban miles de imágenes de la vida que dejaba atrás, con ese sabor tan amargo del desengaño. Ese dolor tan profundo que sólo pueden causarlo las personas que nos aman.
Después de un largo caminar, Juan llegó a la ladera de las colina del medio. La noche era muy oscura y silenciosa, y podía ser peligroso, los habitantes del pueblo podían estar escondidos detrás de los arbustos para caerle encima o dispararle sin que él los viera. Pero la ansiedad era inmensa. El paraíso estaba ahí nomás, detrás de la colina. Juan miró hacia arriba, suspiró, cerró los ojos como intentando dejar atrás todo su pasado, los abrió e inmediatamente empezó su ascenso.
El camino se le hizo sencillo, sólo tuvo que luchar con el miedo a algún ataque imprevisto. Cuando apenas le faltaban unos metros para llegar a la cima, el ruido de un pájaro lo atemorizó, y Juan disparó su escopeta. Se dió cuenta de su error, ya que el ruido llamaría la atención de los custodios del paraíso, para quienes hasta el momento Juan había pasado desapercibido. Entonces decidió esconderse por unos minutos, y observando a su alrededor.
El silencio seguía tan intenso como antes, entonces Juan, volvió a retomar el camino hacia la cima, y de repente se encontró a apenas un paso de la cumbre, desde donde podría observar el lugar soñado.
Lo hizo: Juan estaba en la cima. Pero la oscuridad de la noche no le dejaba ver absolutamente nada, sólo un manto negro se presentaba ante sus ojos. Juan sintió otra vez una extraña sensación, pero razonó y se dió cuenta que había llegado antes de tiempo, el camino se le había hecho más sencillo de lo previsto y todavía faltaban algunas horas para el amanecer.
Decidió entonces esconderse y esperar la salida del sol, bajar en la oscuridad podría ser también peligroso, e incluso los guardianes podrían estar esperándolo de ese lado. Juan temía que al amanecer lo descubrieran, pero pensó "Al menos lo veré una vez". Y la cima de la colina, era el mejor lugar sin duda, desde donde observar el paraíso.
Juan estaba muy cansado, y pese a sus esfuerzos por evitarlo, se durmió con la cabeza entre sus rodillas.
Cuando despertó, el sol apenas se había asomado en el horizonte, y Juan abrió los ojos con firmeza como para llenarlos repentinamente de la belleza que debería aparecer delante suyo. Pero todo lo que tenía adelante Juan eran unos altos matorrales que le impedían ver demasiado. Apenas distinguía por entre las hojas, algún otro paisaje. Juan avanzó abriéndose camino con la escopeta. Sin embargo, a medida que avanzaba sólo veía un escabroso páramo lleno de pantanos, nuevos matorrales, y más pantanos. De repente sintió pasar cerca de él una serpiente, animal que jamás le había caído simpático. Juan estaba desesperado.
Insistió en avanzar, pero el paisaje no cambiaba, por el contrario, a lo lejos no podía distinguirse un panorama mejor. Podía afirmar que nunca había estado en un lugar tan lúgubre y desagradable.
Juan se sentó en el barro, y se sintió envuelto por la ira y la angustia. ¿Qué había pasado ahí?. Sólo dos posibilidades cabían en su mente: los pobladores descubrieron que vendría y habían destruido el paraíso, o el complot había sido tan grande que le hicieron saber que existía un paraíso, y luego se lo negaron, sabiendo que algún día querría conocerlo y así se llevaría su desilusión más inmensa. Todos en el pueblo estarían disfrutando sádicamente su dolor.
Juan se preguntaba y repreguntaba por qué le habían hecho esto a él, por qué le hicieron pasar semejante agonía, para terminar finalmente con la puñalada de la desilusión indescriptible de creer llegar a un paraíso que no existe.
Sólo había una salida para Juan, y era su escopeta. Se arrodilló y apoyó los caños en su frente. Por última vez, y acaso como un martirio final, repasó los hechos que lo habían llevado hasta ese lugar. Empezó por recordar aquella visita a la tienda, cuando escuchó a los viajeros decir: "Realmente detrás de las colinas hay un paraíso".
Juan abrió los ojos de repente, giró su cabeza y observó las hojas de una planta silvestre cerca de él, y creyó recordar que aquellos viajeros tenían esas hojas pegadas en sus zapatos. Arrojó su escopeta, miró hacia las colinas, y observó que los rayos del sol estaban por superar la cima.
Juan corrió tan rápido como jamás lo haya hecho en su vida, tanto que los rayos del sol apenas se le adelantaban.
Cuando estuvo por fin en la cima Juan estalló en risas y llantos. Observó la belleza de los bosques y lagunas, sintió el perfume de las flores, escuchó los sonidos de las aves, y observó la armonía de las casitas de su pueblo, allá en el fondo. No podía distinguir a tanta distancia la ventana de la casita en el árbol, pero sabía que estaba allí. Entonces Juan gritó: "¡¡Realmente detrás de las colinas hay un paraíso!!".
Juan descubrió que nadie le había mentido ni ocultado el paraíso, el consejo de sus padres era cierto, ese era un lugar muy peligroso. Los viajeros también habían dicho la verdad, sólo que venían del otro lado de las colinas. El paraíso que el había imaginado era el mismo donde pasaba sus días. Sus sueños se hacían realidad cuando jugaba con sus hermanos, sus amigos, sus perritos, o cuando recibía los mimos de sus padres. Nada podía ser más dulce que esa vida de hogar, ninguna tierra podía ser más maravillosa que su jardín.
Juan se preguntó entonces qué más acaso había estado buscando, qué más había pretendido encontrar atrás de las colinas. No dejaba de llorar y reir a la vez.
Juan retomó entonces el camino hacia su hogar, con la cicatriz imborrable de sus años perdidos, pero sabiendo que había encontrado finalmente su lugar soñado, su paraíso.
Juan pudo recomponer su vida, nunca volvió a ser el mismo, pero sí recuperó la felicidad y el optimismo perdidos. Se casó con una muchacha a la que había ignorado durante sus años de angustia y tuvo dos hijos.
Una tarde, cuando Juan regresó del trabajo, su hijo mayor estaba en el jardín mirando hacia las tres colinas. Juan sabía que había llegado el momento. Se acercó y le preguntó si le intrigaba saber qué había detrás, el niño lo miró y asintió con la cabeza. Juan se agachó, abrazó a su hijo, y mirándolo a los ojos le dijo entonces: "Mañana por la mañana te llevaré para que lo veas... y en el camino te contaré una historia...".
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