Helena vivía muy triste. Era un mundo en donde reinaban las computadoras, los teléfonos, los televisores, etc. Las comunicaciones resultaban ser la cosa más importante, pero ya nadie se comunicaba oralmente, con los sentidos, con sentimientos, con emociones. El robot había llegado y eran tan comunes como las personas, al punto de tener raza y confundirse en las tumultuosas calles de la ciudad donde vivía Helena.
Era más o menos el año 2006. Su papá acababa de morir hacía solo un mes. Fue muy duro para ella; le había cocinado y luego lo encontró nadando en su desayuno justo cuando salía de bañarse alrededor de las 7 AM. Nunca conoció a su mamá porque había muerto de cáncer días después de haberla parido. Su papá siempre le decía que ella era su pequeño milagro, su mamá había esperado a tenerla para poder descansar e irse en paz, lo cual complacía de algún modo la falta de cariño materno. Helena vivía muy triste. Las únicas dos personas que había amado en la vida se habían marchado y la dejaban abandonada en un mundo lleno de locuras, extraño.
A pesar de su pesadumbre y su rigidez con los sentimientos, era una muchacha buena y delicada. Tenía los ojos verdes y grandes como nueces y un brillo muy tierno. Por lo demás, daba pena. Su cara raquítica y su flaquencia le daban especial énfasis a una sonrisa débil y seca que más bien inspiraba tristeza. Utilizaba su cabello liso y amarillento para taparse la cara y poder andar por ahí sin tener que mirar a nadie a los ojos. Y a pesar de todo, la vida le había obligado a adoptar un carácter bastante fuerte.
No le gustaba hablar con la gente, permanecía sobria cuando caminaba en la calle escuchando todos los improperios que le tiraban, o, como le dicen vulgarmente, piropos. Odiaba también los temas de conversación de todos.
-Que si mi nuevo celular toma fotos, que me encanta mi nueva cámara digital, tengo una nueva computadora que me lava la ropa a la misma vez que me hace el almuerzo, mi novio es de la China y lo conocí por Internet, etc. ¡Bobadas! Todos solo pueden decir bobadas y nadie lograr recordar los sentimientos reales.
Detestaba la nueva moda de la insensibilidad y la poca impulsividad de la nueva era de las computadoras. De modo tal que lo único que le agradaba hacer era quedarse en su casa y pasear en las noches por la playa, sintiendo como la arena masajea sus pies descalzos con cada paso y como el salitre se le mete por la nariz hasta traerle esa aroma a caracol y a barco hundido que tanto relaja su mente. Nunca se daba cuenta de los ojos que la miraban allí. O al menos parecía no darse.
La otra noche había decidido dar su rutinaria y solitaria caminata. Hacía calor, así que decidió ponerse su vestidito más corto y atarse el pelo en una cola de caballo con una de sus cintas. Justo cuando se quitaba sus sandalias olió a otra persona. No se inmutó en mostrarlo pensando que cuando la vieran seguirían su camino y ella sólo tomaría el rumbo contrario. No vio pasar a nadie, pero comenzó a oír las carcajadas de alguien que se acercaba a ella sin ninguna timidez. Se levantó y observó a su alrededor para encontrar a semejante bufón que osaba con molestarla. Detrás de ella, un olor a mangó le inundó la nariz, a la vez que una risita quisquillosa asomaba su estupidez en sus oídos. Helena demoró en darse vuelta, no sabía con qué se iba a encontrar. Al virarse solo se dio con un hombre bastante particular. Le sonrió como si la conociera de toda la vida y le guiñó un ojo tan coqueto como muy pocos hombres le habían hecho. No supo que hacer. Él siguió comiendo su fruta con tranquilidad. Estaba confundida con el nuevo individuo. Pero a pesar, le arrancó una sonrisita tonta de su boca antes de taparse la cara con el pelo.
Nuestro personaje era un hombre guapísimo, alto, esbelto, con brazos masculinos y fuertes. Como mandado a hacer por un experto en la perfección de la anatomía. Tenía unos pantalones negros y una camiseta blanca, además de andar descalzo igual que ella. El pelo se le veía embarrado en alguna grasa, peinado con exactitud hacia atrás, ennegreciéndole su espesura. Los dientes rechinaban en blancura y la piel era todavía más tersa que la de Helena. Ella siempre había vivido sola, la soledad era su fiel compañera y, por eso, no era excepción en sus noches. Pero este individuo la siguió mientras se comía su mangó.
No cruzaron palabras nunca. El solo se tomó la libertad de examinarla, y ella luchaba mientras tanto por no mostrar como temblaba con su presencia.
-¿Quieres mangó? Está rico.
-No, gracias.
-¿Segura? Está rico.
Helena trataba de evadirlo, pero él iba con ella por todo el camino. De repente dio un salto y, tirando el mangó aun lado, cayó justo al frente de ella. La miró con la misma sonrisa reveladora y le peinó fuera de la cara toda la maranta rubia. El viento le daba en la cara a Helena, y le perturbaba que él la tocara de esa manera, sin ninguna timidez.
La miró a los ojos, desenmascarando a la mujer que deseaba. La mujer reprimida que nunca había amado a un hombre. La tomó por el cuello y rozó sus labios con su pulgar. Helena sonrió traviesamente y él aprovechó para frotar sus labios con los de ella. Empalideció más de lo que era. Él introdujo su lengua hasta inundarle la garganta. Descubrió que el masajeo de su lengua con la suya era mucho mejor que la arena en sus pies. Era verdad; el sabor a mangó se le impregnaba en la garganta y lo saboreaba sin parar. Era exquisito. Él la estrujaba contra sí, acariciando todos los huesos de Helena uno por uno, como contándolos. La apretó fuerte con los labios como si no la dejara escapar y lamía su cuello desenfrenadamente como buscando el último rincón que no hubiese encontrado. Mientras, ella entraba en un trance que le llenaba de éxtasis; su primer beso había sido algo demasiado natural. Le soltó la cola de caballo y enredó todos sus dedos con el pelo de ella. Las caricias la habían emborrachado y ella sólo se dejaba tomar por el individuo que no conocía aún. Helena se perdió entre su pecho y sus labios y terminaba de saborear los últimos resquicios de su boca que aún le quedaban el sabor de la fruta.
Él, la apartó. La miró. Y le sonrió. Ella se volvió a cubrir la cara con el pelo, que ahora se encontraba alborotado y salvaje, y permaneció mirándole igual, fija. Una corriente fría pasaba por su huesuda espalda cuando se quedó concentrada en la mirada de su seductor. Mordió sus propios labios, para investigar el sabor a fruta que aún guardaban, esprimiéndolos. La mirada de él, no le inspiraba satisfacción. Y una lágrima caliente le nubló la vista antes de rodar por su piel. Se cubrió sus brazos sintiéndose desnuda, estudiada, manipulada. Y él sólo la miraba sin ninguna emoción.
Pasó por su lado izquierdo, y siguió su camino por donde mismo habían venido desde el punto donde él la encontró. Mientras se perdía en la negritud de la noche, Helena se derrumbó en la arena por su propio peso. Siempre lo sospechó, él era uno de ellos.
-¡Bobadas! Todos son la misma cosa fría y metódica.
El encuentro cercano e inevitable con uno de los robots de la ciudad la había dejado igual o más triste que al principio. Y, ahogada en lágrimas, buscaba cómo deshacerse de ese sabor a mangó que no quería desprenderse de sus labios.
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